sábado, 31 de diciembre de 2005

jueves, 29 de diciembre de 2005

Regalo de Navidad

Recuerdo la Navidad donde recibí mi primera bicicleta. Vivíamos en un departamento con un largo pasillo que conectaba la sala con las recámaras y el baño, y justo donde comenzaba doña Valent solía poner el arbolito navideño. Mi cuarto era el que quedaba al fondo, así que en las fechas decembrinas empujaba la cama de tal manera que acostada desde ahí tenía directa la perspectiva hacia el alumbrado pino, y durante muchos años luché sin éxito contra mi sueño para espiar el momento justo en el que los dadores de regalos llegaran con su cargamento a leer las cartitas que con excesiva ansia y frenesí escribíamos mi hermana y yo, para canjearlas por las peticiones ahí especificadas. El caso es que una Navidad abrí los ojos y en medio de mi modorres vi la silueta de dos regalos enormes, bajé de la cama y corrí directo hacia el árbol… Ahí estaban: dos flamantes bicicletas que el Niño Dios (los Valent no creemos mucho en Santa Claus) había dejado para el par de hermanas que enfundadas en sus camisones miraban atónitas lo que tenían ante sus ojos. Por cuestiones de la edad a la primogénita le llegó un modelo en rojo, con un manubrio medio alto y un número pintado al lado, mientras que a la Kittotta le fue destinado un pequeño ejemplar en guinda con rueditas laterales y opción de removerlas toda vez que la técnica bicicletera fuera perfeccionada.

Mi cabeza está llena de anécdotas dolorosas por tanto y tanto catorrazo obtenido desde el momento en el que la estrené hasta el día que le dije adiós y nunca más la volví a ver (fue uno de los tantos objetos que no sobrevivieron la mudanza). La más alarmante de todas es cuando me fui de boca en una bajadita porque dicha bicicleta carecía de frenos, y como los piecitos no me dieron para frenar al estilo de Pedro Picapiedra con el troncomóvil, mi papá corrió detrás de mí para detenerme y ¡zas! que nos caemos los dos. Después nos hicimos de otras más de acuerdo con nuestra edad y tamaño, pero el furor por este juguete desapareció y ahí quedaron, refundidas en lo más recóndito del rincón de los tiliches.

Esta Navidad desperté algo tarde un poco empanzonada por los múltiples platos del pozole degustado en la cena, y mientras me desprendía de las lagañas el amor de mis amores pasó por mí montado en su regalo de Navidad adelantado, animándome a que sacara del olvido mi antigua y oxidada bicicleta para que diéramos un par de vueltas en la calle. Al ver que ya no había remedio para la pobrecita, reuní el ánimo suficiente para ir en ese momento al super y, en un arranque de compradora compulsiva, me hice de un nuevo ejemplar de tamaño inusitado y tono color alegría (amarillo amarillo)… Volver a treparme en una bicicleta fue todo un reto doloroso, y re.aprender a pedalear y conservar el equilibrio al unísono ha sido no sólo un asunto de destreza, también representa una terrible analogía para enfrentar y vencer mis miedos. A veces me limita tanto la sensación de caerme que prefiero tirar todo antes de volverlo a intentar, y hoy andar en bicicleta de nueva cuenta a mis 26 años, el darme la oportunidad contemplar una linda tarde de diciembre sintiendo el aire en mi cara y mi novio al lado, de disfrutar como chiquilla mi propio auto-regalo navideño me tiene muy feliz, con la conciencia de dejar poco a poco en el olvido los temores y berrinches (mas no mi nueva bici) refundidos en un lejano y polvoriento rincón de mi cabeza…

jueves, 22 de diciembre de 2005

Nadie me invitó a una posada...

Cuando vivía mi abuelita en casa solíamos invitarla a cualquier reunión, comida o salida ocasional que la familia Valent tuviera. Se le decía una vez y contestaba que no; se le invitaba de nuevo a otra cosa y ella se aferraba hasta con las uñas a su rotundo no; a lo último ya ni los ruegos funcionaban para hacerla salir de su negativa, hasta que llegó el momento en el que decidimos avisarle que saldríamos y punto, nada más. Así debe suceder con mi persona porque cada vez que soy requerida en algún evento del tipo social me gana el síndrome del Son de la Negra (a todos les digo si, pero no les digo cuando), y sospecho que por eso este año nadie se interesó por solicitar mi presencia y compañía en las tradicionales posadas decembrinas... Caramba, ahora que tantas ganas tengo de ir a una.

Y es que como lo he manifestado tantas veces en ésta H. Columna, la Kittotta no es persona de festejos y pachangones, pero este año que termina ha dejado en mí un extraño halo de fe, esa fe que hace mucho creí haber perdido. Como dicen por ahí, cuando todo acaba lo único que queda es, además de la cultura, el asunto espiritual, las creencias, la convicción, la esperanza. Tal vez por ello ahora fortuitamente me asaltan tremendas ansias por acercarme al origen de las cosas, especialmente al de tan embriagantes tradiciones; y considero que el mejor camino es asistir a una verdadera y auténtica posada con peregrinación, arrullo del Niño Dios, partida de piñata y ricos aguinaldos. Para cuando esta columna se publique seguro habré tomado ya medidas extremas para saciar mi espíritu navideño, bien sea que: a) me haya autoinvitado a alguna de la colonia; b) haya detectado alguna en la cartelera cultural; o c) haya acudido a la parroquia más cercana para comer aunque sea un cacahuatito piñatero (porque eso de tomar ponche ni crean que me encanta).

Curiosamente las posadas no son las únicas celebraciones que se presentan en estos días. Muchas personas por múltiples motivos (la llegada del aguinaldo, aprovechar el viaje a casa de familia lejana, etc.) deciden contraer nupcias antes o después del 24 de diciembre. Kittotta y el amor de sus amores han sido convidados a una en donde el pequeño mundo manipulador hizo que un cúmulo de coincidencias nos llevaran a conocer al novio y la novia cada uno de nosotros en situaciones distintas. Esto ha sido un tanto emocionante puesto que es la primera vez que somos oficialmente invitados como pareja en una unión ajena a la familia, y esto de ir juntos a comprar el regalo de bodas es una experiencia surrealista (se nota que jamás habíamos hecho algo similar). No es que comprar un obsequio sea algo del otro mundo, pero... tanta campanita salpicando felicidad resulta un tanto “tétrico”, ¿o no?...

El caso es que quiero ir a una posada y no me invitan. No quiero ir a una boda y me invitan. Así es la vida, y quizá de eso se trata la Navidad...Que estas fechas nos sirvan, queridos e incautos lectores, para reflexionar en lo que queremos y cómo lo podemos lograr, y también para adquirir la sabiduría de convertir en experiencias todo aquello que simplemente se presenta ante nosotros sin opción alguna. Mis mejores deseos a todos para la Nochebuena, y, en la medida de sus creencias, que este espíritu invada su ser entero y los llene de paz y de luz.

jueves, 15 de diciembre de 2005

¿Anfitriona yo?

Los pasados días viví una agitación tal que ya para el fin de semana tenía aspecto de palmera multizarandeada por una tal Wilma. Es increíble que la paz y la tranquilidad cotidiana se vean interrumpidas por la organización de un evento que solo me hace entender lo cercana que estoy de perder para siempre todo aquello que hasta ahora me resulta “normal”. Vamos por partes.

Cierto día de cierta semana otoñal la primogénita Valent, alterada por las hormonas que ahora revolotean por su ser, convocó a su madre y joven hermana a una rueda de prensa para pedir su colaboración en la planeación, organización y ejecución de su propio Baby Shower. Regresamos la cinta y vemos cuadro por cuadro la expresión de las oyentes sorprendidas por tal petición: doña Valent pela tremendos ojotes de terror y Kittotta se ríe nerviosamente confiada en que solo se trata de una mala elección de palabras. Y es que hay varias razones para calificar este como un hecho paranormal: Primero: porque eso de que una embarazada planeé su propia pachanguita no es lo más usual “socialmente hablando”, y Segundo, porque por la genética que recorre nuestras venas las 3 mujeres Valent somos declaradamente anti planeadoras, organizadoras y ejecutoras de celebración alguna. Bueno, Kittotta más que todas... El caso es que para no alterar a la pobre criaturita que aun no sale y ya se sabe merecedora de bombos y platillos, mi madre y yo dimos el irremediable sí. Para pronto la futura madre sacó lápiz y papel y comenzaron las cifras: las invitadas, los requerimientos, recuerdos, comida, vasos, adornos... Las quijadas ya tronaban sin control.

Lo demás lo dejo a la imaginación de aquellos quienes disfrutan (admirablemente) la emoción de preparar una juerguita en tonos pastel para 40 almas contempladas en la lista de confirmadas: Ir al centro en plena quincena, pelear con el tráfico, cotizar el mejor precio del pastel, hacer gafetes con motivos infantiles, decidir el menú, decorar el lugar, llevar a los perritos a su segunda residencia para evitar su frenesí por la masa, y un larguísimo etcétera que incluye todos esos minúsculos detalles imperceptibles a la vista pero no por eso carentes de toda importancia.

Los días corrieron y la fecha se llegó. Las mujeres llegaban emocionadas con aparatosos regalotes ansiando locamente tocarle la panza a la festejada. La festejada, por su parte, contó con la ayuda de sus valerosas cuñadas para sacar a flote y con buenos resultados una de esas celebraciones que mi mente de Kittotta, ajena por convicción a todas esas manifestaciones que también incluyen las despedidas de soltera, no comprende. Mañosamente mi mamá y yo encontramos cualquier pretexto para hacernos pato en todos los juegos en los que fuimos remotamente requeridas... aunque debo decir que muy a mi manera pero creo que a fin de cuentas terminé por divertirme, y más cuando miré la pila de cobijas similares que todo mundo obsequió en cualquier tamaño y color imaginable.

El arribo de la Chimbombita a este mundo es imparable. Rodeada de pañales y oropel, me pregunto si comprendo la cantidad de cambios que un bebé sugiere indirectamente en la vida de una tía que, por 26 años, no ha sabido lo que es el contacto diario con ente de esa diminuta especie.... Vaya lío...

jueves, 1 de diciembre de 2005

¡Cachacuás!

Esto del Cachacuás es un término que aprendí hace algunos ayeres gracias al concurso de cierto programa infantil donde intrépidos y temerarios bodoquitos debían ascender hasta lo más alto de un palo encebado para ganarse tremendos regalones, aunque en realidad lo que siempre obtenían era un doloroso cachacuás y, por ende, ser el deleite colectivo en televisión nacional de todos aquellos que gozamos con la desgracia ajena, sobre todo cuando de golpes y porrazos se trata.

Pues bien, algo sucede con los vientos otoñales que de plano todo mundo anda aterrizando. Desde Juan Gabriel con aquella singular pirueta en triple mortal hasta las divas de RBD impartiendo clases colectivas de patinaje sobre escenarios encharcados. Bueno… ahora que lo pienso bien no creo que todo se deba a los vientos huracanados; sólo porque salgan en televisión tantos trancazos tan seguidos no significa que la gente no se caía a todas horas y en todos lugares…

Esto de las caídas merece consideración desde muchas aristas:
1.- El lugar donde te caes. Tropezar en la escalera de la casa sin público presente es una cosa, pero andar por la vida libre cual gacela veloz y caer frente a docenas de personas es muy distinto. Cualquiera puede ser el escenario: la calle (de la banqueta, en una coladera, en un hoyo ), el teatro, la escuela (como caerse de una silla), en el mercado, subiendo al camión, en el antro, frente a tus amigos, frente a tu familia, frente a tus suegros…

2.-¿Cómo reacciona el público ante el tropiezo? Habemos gente para todo: estamos los que nos reímos sin ocultarlo (a veces a carcajadas) y están las buenas personas que auxilian a esa pobre alma adolorida de cuerpo y ego. No digo que esta Kittotta no da muestras de civismo de vez en cuando, sobre todo cuando quien cae es una persona mayor, pero… pero…. Ustedes perdonen pero debo confesar que mi público favorito son los niños, yo creo que por eso ver "Ay Caramba" o alguno de esos programas jocosos siempre me salvan de cualquier depresión.

3.- ¿Qué pasa por la mente de quién se cae? A veces todo pasa tan rápido que cuando te enteras ya estás en el suelo, pero a veces el asunto es muy cinematográfico y en cámara lenta vas captando tu caída y la reacción de la multitud observante… Ya en tierra firme pueden ser varias las opciones: quedarse así hasta que un caritativo ciudadano nos ayude a levantarnos, o (lo que Kittotta hace) levantarse de inmediato cual rebotín para no hacer el oso más grande de lo que ya es. Y es que aquí va otra cosa… la Vergüenza. En mi caso se manifiesta con un estallamiento involuntario de risa nerviosa; pero hay quienes lloran o se espantan, o simplemente hacen como que no pasó nada. Esto sin olvidar los raspones y moretones subsecuentes.

El contexto también influye mucho: puede que cargues un pastel o una caja con vasos y copas.. Puede ser cualquiera y como sea, por eso hay que fijarse bien por donde se camina, porque no vaya a ser que por ahí ande una cámara escondida y ¡Cachacuás! Una simple caída resulte una anécdota que miles y miles y miles de personas hilarantes podamos gozar para toda la vida.