jueves, 19 de abril de 2007

Un día de abril


Hay días donde nada sucede y hay días donde todo pasa. Tal vez (y no se si es solo una apreciación personal) ocurra con las fechas del calendario lo mismo que con el color de la ropa o la marca de los coches: hasta que uno no se propone ponerle atención al número de carros de un X modelo que circulan a diario por toda la ciudad, es cuando aparecen a borbotones por todas calles y rincones conocidos (y desconocidos), arrojando conclusiones tales como: a) lo económico que es dicho auto; b) la poca originalidad de sus usuarios; o c) ese carro es lo de hoy. El punto es que hasta que uno se propone fijarse en un detalle que podría ser tan poco relevante descubre cosas casi siempre significativas. Así me ocurrió con el 23 de abril.

En mi niñez las fechas no tenían ninguna relevancia hasta que comencé con el maravilloso hábito de escribir un diario, el cuál no registró cosa alguna de mayor trascendencia hasta que, al pasar de los años, fui notando cómo en días específicos se repetía el hecho de algún detalle, algo importante, algo trascendente para mis infantiles y luego juveniles sueños y pensamientos. Así pues, un 23 de abril de 1991 se plasmó en mi Diario volumen 3 el regreso de aquel fabuloso viaje al paradisíaco Oaxtepec con mi grupo de sexto año; mi primer viaje sin familia, únicamente con mis amigos y claro, los maestros chaperones.

Años después, un día 23 de abril de 1996, un grupo de amigas nos encontrábamos muy ocupadas charlando de cosas de suma importancia como los acontecimientos del día anterior y la conciencia social, hasta que la maestra, en plena cátedra, decidió que hacíamos mucho escándalo y por no atender a su clase nos sacó del salón; fue entonces que aquel cuarteto sin ninguna denominación, escuchó al cruzar la puerta el grito de un ente del grupo experto en poner apodos: “¡Sailors!”, en honor al clan de la entonces popular caricatura “Sailor Moon”, con chicas que luchaban “por el amor y la justicia”. Hasta hoy, seguimos recordando esa fecha como el día de nuestro bautizo.

Después supe que el 23 de abril es el día de San Jorge, un nombre tan especial en mi vida que hasta mi muñeco de la infancia lo lleva (el amadísimo “Jorgito”); y con los años, descubrí que el 23 de abril se conmemoran el Día del Scout (sí, alguna vez fui Gacela) y el Día Mundial del Libro, justo en ese día pues, por una de esas casualidades, es el aniversario luctuoso de Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Así pues yo, que no me precio de ser una lectora ávida y consumada, coincido con la frase de Jorge Luis Borges: “Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”, razón de más para tener en el Día del Libro una celebración que recalcar en el calendario.

Hay días donde nada sucede y hay días donde todo pasa. Para mí el 23 de abril tiene un encanto especial, como para alguien puede tenerlo el 4 de mayo, el 17 de agosto o el 8 de septiembre. Lo bonito es, sin duda, que aunque no se vive de añoranzas, coleccionar fechas importantes es siempre un alimento para el alma. ¿O no?

jueves, 12 de abril de 2007

Pañuelos al vuelo

Si amas algo, déjalo libre. Si vuelve es tuyo, si no, nunca lo fue”.

Antes de escribir esta columna me encontraba en mi cama, rodeada de almohadas y tules, envuelta en camisón de seda y, pañuelo en mano, lloraba mi pena sin que el rimel se afectara. ¿Lo creyeron? Seria fácil imaginarme así, cual Dama de las Camelias, cual damicela frágil y buena de alguna vieja cinta en blanco y negro. Mi exacerbado gusto por las historias de amores apasionados e imposibles me permite pensar en casi cualquier cosa que asemeje escenas tales. Pero no. Antes de redactar esta columna yacía en mi cama, con mis dos pequeñas almohadas de Hello Kitty y un edredón que, de tan florido, me regresa de inmediato a la era del technicolor y el sonido estéreo.

Así, envuelta en mi pena y no en camisón de seda, los recortes de mi vida sentimental pasaron vagamente, lejanamente por mi cabeza. Pensaba en todos aquellos momentos, en todas esas relaciones que no fueron, en ese viejo refrán que, ante cualquier pérdida, parece funcionar como el consuelo idóneo, como el antídoto para el dolor: “Si amas algo, déjalo libre…” Pensé entonces en mis conejos de la niñez; los dejé libres unas horas y murieron achicharrados. No eran para mí.

Me acordé de la primera vez que mi corazón latió agitado por un niño de tercero de primaria con quien crucé tal vez 3 palabras en todo el ciclo escolar, pero que el día que falté a clases me mandó con mi hermana una linda gomita que aún conservo. Sin embargo para el siguiente año lo cambiaron de escuela y ahí terminaron mis miradas eternas durante las clases de español. También pensé en ese primer noviazgo que se vio truncado por mi inesperado y sorprendente viaje a Xalapa: justo cuando las amigas de quinto año me habían confirmado la inminente declaración de un chico, que estaba extrañamente ligado a mi árbol genealógico (según nuestras madres), me fue anunciada la mudanza y no tuve más que agradecerle su emotiva nota de despedida, sacar mi pañuelo blanco y decir adiós desde el avión. Por si este duro golpe no bastara, aquel maravilloso chico de sexto de primaria, aquel de sonrisa Colgate y ojos chispeantes con quien tuve un noviazgo fugaz pero letal, anunció que al final de nuestro primer año en la secundaria se mudaría a otra ciudad lejana; así que de nueva cuenta no tuve más que sacar mi pañuelo blanco y, en silencio (el pequeño hombrecito para ese entonces tenía otras muchas nuevas novias) unirme al clan de dolientes por tan sentida pena.

El jueves pasado volví a sacar mi pañuelo blanco, pues el amor de mis amores partió rumbo a tierras extrañas, lejanas, con una maleta repleta de ilusiones. Comprendan pues a esta alma nutrida por novelas rosas; la sola idea de imaginarlo caminando por las calles de Estambul resulta material idóneo para tirarme en la cama a llorar mi mini-tragedia. Sólo que esta vez, a diferencia del pasado, el pañuelo blanco ondeará de nuevo por él; el húmedo pañuelo blanco, en un mes, le dará la bienvenida.