jueves, 15 de febrero de 2007

Kismet

Hace algunos días el dulce hogar de quien escribe estas humildes líneas se vio pletórico de cuantiosa algarabía infantil. Niños iban, niños venían. Niños lloraban, otros dormían. Otros peleaban por una bolsita de plástico e insistían en pasar las 24 horas del día al lado de los perritos, quiénes, emocionados, se acercaban a ellos ante los gritos de horror de estos enanoides. Como quien dice, nadie los entiende. Esta descripción corresponde a la visita anual de la rama paterna de mi parentela, que cada vez aparece con más vivarachos minimiembros.

Para aplacar a tanto ser en desarrollo el cine pareció ser la opción más civilizada para mantener la paz por escasos minutos, y los “Bichos” en tercera dimensión lograron su cometido: a los niños los dejó callados y a los grandes nos puso a temblar al ver a una Mantis de tamaño gigante devorándose a una infortunada mosquita. La voz narradora explicaba, con esta comilona, el proceso natural en la vida de los insectos: nacer, reproducirse y morir. Ése es su cometido, ése es su destino. Destino…

Me quedé pensando en el destino. Los insectos lo viven en sus ciclos mientras que los humanos tratamos de indagar en él, de conocerlo, de imaginarlo, de cambiarlo, de evitarlo, de apresurarlo, de racionalizarlo. Supongo que aquello que filosóficamente nos separa del resto del reino animal (el alma, la mente) ha hecho que el ser humano encuentre algunas miles de explicaciones para el futuro, para el porvenir, para la felicidad y para la desgracia. Para algunos es la religión, para otros el destino, para algunos más, el kismet.

Hado, predestinación, suerte, fortuna, destino. El Kismet es para ciertas culturas del Oriente una fuerza cósmica que todo lo define; es, según su significado literal, “la voluntad de Alá”. Al kismet se le atribuyen las mayores alegrías y también las peores tragedias, o simplemente las sabias lecciones de la vida. Su lado positivo es lo que lo diferencia del Karma, ley que indica que para toda acción existe una reacción, que depende de la bondad del primer hecho.

El Kismet era, antiguamente, la explicación y la resignación ante la vida. Actualmente las revoluciones de pensamiento dictan que cada uno es capaz de forjar su propio destino, pero hay quienes creen que su voluntad es inamovible. Para las moscas comidas por las Mantis, para los niños que todo lo aprenden, para los adultos que gustamos más de analizarlo que de vivirlo…

Cuando veo a mis hermanas correr entre mamilas y pañales, atendiendo sus casas, a sus maridos y a sus trabajos, pienso en el Kismet: era su destino ser madres y vivir como cada una vive, rodeadas de amor. Aun no sé si el mío me lleve por los mismos caminos, o si termine en un documental de tercera dimensión comida por un enorme insectote, pero sé que la voluntad de Alá, de Dios, o de cualquier fuerza cósmica, me mantendrá con los ojos bien abiertos y los sentidos alerta para comprender así el ciclo natural de mi existencia, la esencia de mi aparición en esta Tierra.


jueves, 1 de febrero de 2007

La princesa y el colchón


Las niñas de hoy sienten una extraña fascinación por la moda las “Princesas”; ¡Horror! Todo en ellas resulta tener motivos de sirenitas, bellas durmientes u odaliscas. Pero las niñas de hoy desconocen otro tipo de nobleza cuyos relatos son igual de impactantes, y lo mejor, ajenas a adaptaciones cinematográficas. Uno de estos relatos vino de la mente de Hans Christian Andersen: La princesa y el guisante. En él un joven y soltero príncipe se encontraba en búsqueda de la princesa ideal, y durante el proceso de selección aparecieron cuantiosas estafadoras incapaces de superar las pruebas que la Reina les imponía, en su afán de localizar a aquella de sangre azul digna de su vástago. Entonces, bajo una feroz tormenta, tocó las puertas del palacio una chica que se decía princesa, lo cuál no creyeron mucho luego de verla hecha una auténtica sopa Maruchan. Aun así la acogieron, y la Reina, presurosa, llevó a la invitada al aposento de prueba, donde previamente había colocado un frijolillo bajo el colchón que cubrió con otros 20 colchones. Al día siguiente la chica, amablemente, contestó a la pregunta de los reyes de si había dormido bien: “No… tengo un dolor de espalda horrible, había algo que no me permitió descansar, algo como un guisante”… Fue así como supieron que en aquella frágil jovencita corría la sangre azul y el príncipe tuvo al fin una compañera. Fin del cuento feliz.

Así he despertado los últimos 5 días. Cual realeza con frijoles bajo un duro colchón. Este cuento, más mi actual lectura (la historia de un clan turco narrada por las casas que acogieron a estas familias en distintas épocas), me pusieron algo melodramática ante el terrible hecho de que mi cama, aquel objeto familiar que superó las 3 décadas entre nosotros, fue vilmente cambiada por un moderno objeto, uno de esos donde los osos duermen en los comerciales.

Lo de mi lectura viene al caso porque puedo entender que alguien logró captar las vibras que absorben los objetos materiales que han pasado tanto tiempo con la gente. En mi caso, la única cosa capaz de contar toda la historia de mi vida era mi cama. Porque... En una cama lloramos nuestras penas, soñamos con mundos distantes, con amores imposibles, dejamos nuestras preocupaciones, descansamos, disfrutamos un buen libro, nos enfermamos… Así, la cama que me designaron hace años se ha ido para hacer feliz a otra familia... Snif. Claro que no todo fue dichoso; la pobre perdió dos patitas (hábilmente reemplazadas por un par de tabiques) luego de una juvenil fiestecilla, y aunque sus rechinidos eran evidentes, resultaban música para mis oídos. Yo lo amaba, Mi vida sentimental estaba impregnada en cada uno de sus hilos. Años tardamos en hacerla de una forma maravillosa, suave, cómoda.

Pero ahora, cual heredera turca cuya vida es narrada por sus pertenencias, veo agradecida la altura de mi nuevo lecho y trato de imaginar las mágicas aventuras de mi existencia que compartiré sobre ella… Sólo el tiempo lo sabrá…