martes, 26 de abril de 2011

No todo pasa un 23 de abril (o de cómo decirle adiós a un primer amor)


Como ya lo sabrán mis pocos pero fieles lectores, yo soy mujer de tradiciones y me encanta esto de que las cosas importantes me sucedan en mis propias fechas conmemorativas. Hace algunos cuantos años escribí un post donde relaté la trascendencia del 23 de abril en mi vida, y sugerí que estaba dispuesta a abrazar todo buen momento que coincidiera en tal día. Hasta mi amiga la Chismosa me preguntó la semana pasada qué me depararía en este año la tan importante anotación del calendario… Quizá porque cayó en sábado, quizá porque eran vacaciones… pero aunque lo que viví hoy, el 25 de abril de 2011, es sumamente importante, me temo que voy a hacerle como las abuelitas y le restaré dos días al feliz momento, para que en mi mente imagine que esto también pasó un día 23 de mi segundo mes favorito en el año (el primero es mayo, y se acerca a pasos agigantados).

Con el riesgo de crear mi propio hashtag como las #DulceMariaQuotes (¡no me condenen antes de leer!), debo decir que encuentro una especie de similitud entre el pueblo japonés y mi vida particular. Los japoneses, según las miles de voces que surgieron tras el terremoto de marzo, aseguraban que ya sabían que un acontecimiento natural iba a golpearlos duro; sabían que tenían que estar preparados y sabían que, pasara lo que pasara, su misión como cultura sería limpiar los escombros, seguir adelante, y resurgir como una sociedad valiente, noble, que no se rinde ante sacudidas aún más grandes de lo que pudieron siquiera imaginar.

Yo, por mi parte, desde la mitad de mis veintitantos, comencé a anhelar con especial entusiasmo la llegada de la tercera década de mi vida. Siempre escuché que los 30 eran algo así como la mejor época de toda mujer, que sigues siendo joven pero con más experiencia, que ahora aplicas lo que a los veinte aprendiste, que hasta el cuerpo se moldea diferente y no sé qué tanta cosa más… Así que sin saberlo, secreta y silenciosamente, preparé a mi mente y a mi espíritu a que las cosas grandes de mi vida llegarían en una época completa aunque, así como los japoneses, no sabía lo duro que vendrían las olas ni la fuerza con la que impactarían en mi propio ser.

Así, a los treinta empecé a experimentar todas esas cosas que “nunca me habían pasado”: Nunca había decidido vivir sola, y el gusano picó a los 30; nunca había terminado con mi ex, y terminé con él a los 30; nunca imaginé quedarme con un anillo de compromiso que jamás volveré a usar, y eso sucedió a los 31. Cosas así. Hoy apliqué otro “nunca”, a mis casi 32 años a punto de llegar: nunca había renunciado a un trabajo. Y eso sucedió el día de hoy.

Es la primera vez que imagino que el tipo de relación que entabla uno con su vida laboral se parece muchísimo a una relación sentimental. En el mejor de los casos uno entra a un trabajo emocionado, ilusionado, dispuesto a dejar todo lo mejor y a morir sobre la raya. Uno se esfuerza y a veces el “trabajo” se porta muy bien, correspondiendo a tus esfuerzos con un salario digno y con algunas “prestaciones”, que son como las primeras caricias románticas. Si todo va bien, la relación puede durar muchos años en ese idilio celestial, pero a veces el “trabajo” cambia, y uno también. Y entonces vienen las decepciones, entonces vienen las molestias, la inconformidad, los enojos; durante las peleas, uno es capaz de reprocharle al “trabajo” haberlo dejado todo para que éste cada vez te dé menos, a veces el “trabajo” es celoso y no te deja tener otras opciones, porque demanda tu tiempo, tu atención y tu esfuerzo completo. Te aleja de amigos, te aleja de familia. A veces una u otra parte reprochan falta de atención, falta de cuidado. A veces los jefes cambian y el dinero se acaba. A veces uno se puede poner en el papel de decir que los noviazgos solo existen para detectar lo que te gusta o no de la otra parte, al igual que en la experiencia laboral. Y entonces hay dos opciones: o en alguna de ambas partes cabe la prudencia o simple y sencillamente el noviazgo dura meses, años, siglos, pero ya ninguno es lo suficientemente feliz.

Sí. A veces las relaciones con el “trabajo” pueden ser tan complicadas que la cosa se vuelve poco sana, se vuelve atormentada, pasional, tormentosa. Yo ya no quiero eso en mi vida, y por eso hoy, en común acuerdo, firmé el divorcio para separarme en el mejor de los términos de ese “trabajo” que sinceramente ya me tenía muy infeliz.

Empecé a trabajar haciendo televisión, según la historia oficial, desde marzo de 2003. En aquellas épocas fui todo lo dichosa que podía ser estando en mi primer empleo formal, con compañeros de todas las edades y una jefa con escritorio propio. Desde entonces, así como en una relación, mi “trabajo” trajo a mi vida gente maravillosa, experiencias invaluables, momentos que quedarán ahí, en lo más querido de mi memoria. Sin embargo un tiempo después las cosas se pusieron serias, “trabajo” tuvo actitudes que me incomodaron y decidí darle un nuevo empujón a nuestra relación, así que tomé decisiones y busqué la manera en la que pudiéramos estar de nueva cuenta como en los años lindos de felicidad. Pero entonces “trabajo” y yo tuvimos una pelea muy fuerte, y yo (gracias a la vida sindical, que es algo así como cuando se va uno a casa de la mamá), lo abandoné unos meses, so pretexto de atender asuntos escolares que era imperante resolver (mi titulación). Poco después regresé, pero nada entre “trabajo” y yo volvió a ser igual… Él no cambiaba y dejó de hacer esas cosas que siempre me hacían sonreír. Dejé de hacer mis labores con gusto, porque ahora él imponía las reglas del juego, ya no me dejaba opinar, ya no me permitía echar a volar la imaginación, ya no proponía más, y tampoco era valorado mi esfuerzo… “trabajo” coartó, de muchas formas, mi libertad. Entonces busqué a otro que me hiciera más feliz.

Claro… como en toda relación dañada, no lo dejé del todo, solo intenté tener otra “velita” prendida que me recordara lo especial que soy y lo mucho que todavía podía dar. Y después me salió otro “galán”, que me prometía cosas maravillosas aunque por tiempo limitado, y aquello fue tan tentador que también dije que sí, total, una aventura a nadie se le niega. Por lo tanto abandoné a “trabajo” una vez más, de nueva cuenta, alcahueteada por mamá. Después de un año de separación, él y yo nos reencontramos. Y si, lo intentamos, al menos yo. Pero ahora descubro con tristeza que ya no le intereso mucho a “trabajo”, pues se encuentra en una época de ajuste, de cambios propios, y pese a que yo prometí respetar sus tiempos, me duele mucho estar ahí para él y sentirme ignorada, arrinconada, a sabiendas que él solo cumple con una parte ( la económica)… Ja, como si solo de dinero viviera uno.

En mis adentros lo sabía, sabía que separarme de “trabajo” era lo mejor, aunque la simple idea me helaba los huesos: ¿qué sería de mí sin él? ¿después de él habrá otro que me trate mejor? ¿a dónde se quedarán todos esos buenos momentos que pasamos juntos? ¿conservaremos a las amistades que juntos tuvimos? ¿seré sumisa y seguiré esperando que cambie, o tomo decisiones y lo dejo definitivamente?

Entonces vi pegados unos pósters por todas partes con la información de un programa de Retiro Voluntario donde te dan la oportunidad de salir por tu propio pie, antes de que “trabajo” te diga que ya no formas parte de él. Lo vi, lo pensé, lo medité. Una suerte de divorcio donde te prometen una interesante pensión alimenticia en retribución a los años de entrega y amor. Y aunque de inicio uno no se compromete únicamente por el asunto de la lana (al menos no yo), cuando te ofrecen cantidades interesantes se vale al menos tomarse la molestia de pensarlo. Y entonces alguien cedió, y yo acepté.

Aunque mi relación laboral con el primer trabajo serio de mi vida terminará oficialmente el viernes 29 de abril, yo firmé un lunes 25, que es como si fuera el 23 pero eso nadie más lo sabrá.

De verdad lo pensé mucho. De verdad me muero de miedo, aunque mi “velita” prendida ha resultado ser el amante perfecto: comprensivo, cálido, generoso, que me ha brindado oportunidades que ni soñando pude tener con el primero… pero… pero no es “Él”. Ni modo, el mundo es de los valientes y estoy dispuesta a tirarme al vacío, con el riesgo de terminar lastimada y llena de moretones, aunque, como me lo dijo una de las mejores personas que “trabajo” me heredó, todo depende de cómo vea el color de mis heridas: pueden ser el morado más tétrico del mundo, o pueden ser como las hermosas jacarandas, moradas, hermosas, orgullosa de su propio ser.

Hoy, 25 de abril, termina “extraoficialmente” la historia de mi vida con Radiotelevisión de Veracruz. Agradezco infinitamente a toda la gente maravillosa que conocí, a todos los que me ofrecieron su amistad, su cariño, su confianza; a todos los que fueron compartidos en su enseñanza, en sus risas, en sus chistes, en su tiempo. A todos aquellos que me enseñaron la magia de hacer televisión y lo injusto que puede ser este trabajo (invertir semanas enteras en un programa efímero de 30 minutos, que a veces nadie más volverá a ver); a todos los que me enseñaron lo que no quiero ser, lo que no me gusta, lo que no es entregarse, lo que es vivir al margen de la burocracia con la que no estoy completamente de acuerdo.

A todos aquellos que por alguna extraña razón me tienen entre sus afectos, a los que me abrazaron y a los que me ignoraron, a los que estuvieron y ahora vuelan en rumbos muy distintos, incluso hasta los que de vez en cuando me lanzaban una flor. A los que confiaron en mí y supieron que mi desempeño fue, durante todos estos años, el único que habló por mí. A ti, que compartiste también tu primera historia laboral conmigo, con tus emociones y tus desengaños…

A todos los que durante 7 años fueron mi cotidianidad, a toda la gente que ahí labora, a los que son felices, a los que no pueden “despegarse” de esa malvada adicción que es la televisión (verla, hacerla, vivirla)… Gracias. Muchísimas gracias por estar ahí, por ser parte de mi corazón, de mi vida, de mis recuerdos. Gracias por todo… por todo.

jueves, 14 de abril de 2011

Otra mas de lios domésticos...


Hay un capítulo de los Simpson que particularmente me puede encantar; independientemente del jocoso tema donde Homero decide entrar a una escuela de payasos puesta por Krusty, quien tenía serios problemas económicos, es justamente la actitud de este nada gracioso personaje lo que me ahoga de risa, sobre todo cuando su contador le explica cuán mal están sus finanzas y éste solo piensa en comer tortillas de huevo de cóndor. Y es que ya, en el colmo de su descaro y de su poco interés por recordar que anda en números rojos, le da dinero a uno de sus asistentes mientras le dice con tono mandón: "Mi casa está sucia, ¡Cómprame otra!"

¿Cuántos no quisiéramos decir lo mismo en esta vida? Yo sí, y más ahora que mi señor asistente doméstico, (al que prefiero nombrar mayordomo) ha decidido abandonarme a mi suerte, así, sin más.

Temo que me está pasando lo mismo que a mi madre cuando se juyó doña Virginia (la señora que planchaba) y doña Delfis (era Delfina pero pos le agarramos cariño), a quien yo agradecía que fuera cada viernes a limpiar aquella noble casa en la que vivíamos, pero sinceramente la aborrecía cuando entraba a mi cuarto, porque a la hora de sacudir desacomodaba prácticamente todo mi espacio, y eso la verdad me sacaba canas verdes de la muina... ¡y tenía solamente 10 años!

Yo sospecho que como mi madre ya había tenido esos y algunos otros traumas con el servicio doméstico, decidió con voz e intención contundentes que si Diosito le había mandado hijas a este mundo era para enseñarles los quehaceres de la casa, y enfundada en sus métodos educativos cuyo eslogan era "Sean unas niñas ACOMEDIDAS", nos ponía todos los sábados a sacar nuestras mejores fachas y a repartir las divertidas actividades entre tres pubertas medio flojas y quizá bastante ociosas. Entonces, como las hadas madrinas de la Bella Durmiente, una sacudía, otra aspiraba, otra lavaba baños... al ritmo de "que no quede huella que no que no", aquel espectáculo era entre jocoso y agónico. Al final, la señora de la casa resultaba la única con ventajas claras sobre nosotras, pues lograba que al final del día su casa estuviera rechinando de limpia, y, satisfecha, nos salía con el cuento de que "para saber mandar hay que saber hacer", como aguarándonos las esperanzas de que algún día vendría a nuestro rescate alguna buena alma entusiasta y comprometida con esas causas laborales.

Así mis hermanas emprendieron su vuelo, y cuando ya no quedaron ganas para hacerlo ella, mi madre por fin decidió contratar a alguien. Ya pa qué. Bueno… siempre fue grato conocer a don Panchito, que iba tan feliz siempre a limpiar el cochinero, enfundado en sus bototas de plástico grueso. ¡Ay don Panchito, qué hueco nos dejó en el alma cuando se fue y nunca volvió!… Snif.

Cuando agarré mis chivas y me asumí como dueña y señora de mi propio hogar, llegué con la inocente idea de que jugar “a la casita” implicaba también echarme en hombros las labores propias de limpieza y mantenimiento. Y entonces las primeras limpiezas de esa bonita casa de Pitufos y Tokotinas fueron una cosa intensa, tanto como solía hacer el aseo de mi propia recámara (eso sí, fuera quien fuera a hacer el quehacer, solo YO sabía los cochineros de mi espacio y solo YO los limpiaba, ¿okei?). Aquí la cosa se magnificaba, porque era limpiar no solo baño o tocador, sino cocina, sala, comedor, chimenea y, cuando llegó a mi vida, hasta las gracias de la perrita… ¡¡¡uf!!!

Entonces fue mi propia madre, la misma que había formado niñas acomedidas que cabían en todo lugar, quien me sugirió buscara a alguien que me auxiliara con aquellos menesteres. Al principio, la verdad, hasta me indigné. ¿Cómo alguien más limpiaría MI casa? Pero cuando llegó don Pepe todo se volvió color de rosa, de una vida hermosa.

Todos éramos felices con él: la mugre, las arañas, Tokotina y yo. Éste hombre está como diseñado para aguantar pianos y balas. Lo mismo me limpia el refrigerador con todo y las nuevas formas de vida que ahí se gestan (ya saben, algunas verduritas que ahí se aguardan durante unos cuantos meses), lo mismo saca la basura que aspira la alfombra retacada de pelos de mi amadísima mascotita… No bueno, solo él y Superman en el mismo nivel. Hasta ese triste día…

Él llegó por la mañana, yo lo saludé. Le dejé su desayuno, me despedí, agarré mis chivas y me fui, como me salgo todos los días de casa. Arranqué el coche y hasta le avisé que posiblemente iría al súper y regresaría con toda la compra. Pero no. Primero aprovechamos para celebrar el cumpleaños de mi señor padre, comimos, celebramos, regresamos a la casa materna y tipo las 6 de la tarde sentí como esas comezones de una siesta y caí rendida a los brazos de Morfeo.

Por allá de las 7 y media que abrí nuevamente el ojo, supe la otra historia del día: al llegar a la casa, mi madre detectó una llamada perdida que venía desde el número de mi casa. Ella llamó y nada. Entonces recordó a don Pepe y le llamó a su celular. ¡Oh, fatal noticia! Resulta que la dueña de la casa, o sea yo, salí justamente como salgo todos los días de casa, y estúpidamente, lo dejé encerrado bajo llave, acotando que jamás le he dado un juego al infeliz personaje. Y entonces le dieron las 10 y las 11, las 12 la 1 las 2 y las 3 y cuando ya se tenía que ir, pues nada, nomás no pudo abrir. Intentó llamar a mi celular, y se quedó sin crédito, intentó llamar desde mi teléfono, y resulta que mi aparato en casa estaba descompuesto y tampoco sacaba llamadas. Solo alcanzó a marcar y a timbrar algunas veces, luego nadie contestó y no pudo volver a intentarlo. Entonces, tipo a las 6, mi madre encontró la llamada perdida y cuando el pobre Don Pepe, atrapado en las cuatro paredes de esa casa de Pitufos y Tokotinas, le explicó lo sucedido, mi abnegada y buena progenitora fue a su rescate y lo llevó hasta su casa. Al escuchar aquel relato ya no supe si reír o llorar.

Desde entonces nada fue igual (tono dramático, línea con música de fondo y voz quebrada, como de Libertad Lamarque). Aunque Don Pepe seguía llendo a hacer lo suyo, yo sentía una vergüenza enorme por tan tremendo descuido. Juré que jamás me volvería a pasar. Y si… ya no me ha pasado, ¡porque don Pepe ya no ha ido!

Han pasado algunas semanas desde su partida, y yo estoy tan desesperada como Krusty rogándole a la vida una casa nueva porque la mía no está sucia, está PUERQUÍSIMA. Y entenderán que uno que vive como personaje de película de Pedro Infante, con dos trabajos, actividad en el gimnasio, una perra liosa y una vida por vivir, no se da el tiempo requerido para esos menesteres que demandan altísimo nivel de meticulosidad y, sobre todo, de valor.

Llamaré este fin de semana, a ver qué se puede hacer. Llamaré, me humillaré, me arrastraré si es necesario, lloraré en el más estricto de los sentidos, y haré todo lo posible porque vuelva, Me arrojaré a sus botas de plástico, como estuve dispuesta a hacer con Don Panchito antes de que se fuera. Lo haré todo, pero no limpiar. Antes muerta que sencilla.

Estaré reportando cualquier novedad. Si ven que no doy señales de vida en algún tiempo, seguramente habré sido víctima de abandono de hogar, y no tuve otro remedio más que limpiar a conciencia aquel cochinero en el que hoy cohabitamos los bichos y yo. En tal caso, por favor, rescátenme no con picos y palas, sino con escobas y sacudidores. Es cuanto.


sábado, 2 de abril de 2011

Palabras sueltas II

Tesis. Retos. Escuela (again). Nostalgia. Soledad. Disfrute. Ejercicio urgente. Dios. Hola. Empezar de nuevo. Espera. Amigos. Mente. Terror. Autoconfianza (no muy presente). Seguridad (tampoco presente). Un "tú" inexistente. Ciclos terminados. Raquel.