martes, 8 de junio de 2004

Cuadro clínico

Sé que el tema del día de hoy no es nada placentero. De hecho incomoda a más de cuatro, pero, de hecho también, es algo tan común como respirar. Y es que cuando uno se enferma, sobre todo con alguno de esos virulentos padecimientos de ocasión… ¡ah que feo se siente! Sin embargo cuando somos niños, o al menos en mi caso, tener una simple gripa es un motivo de fiesta porque aquello indica no desmañanarse, no tener que despegarse de las calientes cobijitas, ver la programación de la tele que uno nunca ve por ir a la escuela, y si se tiene suerte, quedarse con los cuidados y cariños de mamá.

Mi currículum non-sano puede verse de dos maneras: por una parte he sido una Kittotta valerosa que sólo cuenta en su haber con una varicela, una poco seria bronquitis, medias paperas y un indicio nada alarmante de asma. El otro lado de ver esta lista es si se evalúan todos aquellos intentos de migraña, gripas que se instalan con cada chiflón que siente mi cuerpecito (el flu navideño es parte de mi propia idiosincrasia), algunos dolores pre, post y en el mero punto de esos “molestos días”, desmayos desde mis 8 años y todo ese cuadro se complementa regularmente con un irremediable síndrome de Dama de las Camelias, sufriendo cual Margarita Gautier en cada tos que me pone en el lecho de muerte.

Esta pequeña pero contundente lista se salpica de uno que otro detalle jocoso; por ejemplo, la varicela me atacó en medio de una semana santa que se extendió hasta mi sacrosanto cumpleaños. Aquella ocasión nos visitaron unos queridos parientes, cuyo único primo (8 años mayor que yo) era mi favorito en todo el mundo, y por ello, era literalmente sometido a mis caprichos de niña pequeña. Antes de la manifestación inminente del virus que ya invadía mi ser, y haciendo válido mi papel de primita anfitriona, el pobre Luis Enrique, en vez de pasar las vacaciones normales de todo niño-adolescente de su edad, sufrió mis intrigas para jugar a la comidita, a las muñecas, y a las Barbies, cosa que pudo más con él y rechazó hiriendo profundamente mis infantiles sentimientos. ¿Mi revancha? Pasarle aquel virus que lo mantuvo casi el mismo tiempo que yo en cama, y por supuesto, una burla de por vida ante aquella anécdota.

Mi primer desmayo de los muchos que tengo en mi haber, fue religiosamente aplastante. Era mi primera comunión, y como se acostumbra cuando la ceremonia es al medio día, mi madre nos mantuvo a las niñas Valent en ayunas para recibir con el espíritu “limpio” por vez primera el cuerpo de Cristo. Mi hermana, piadosa como es, permaneció misa y sermón con los ojos bien abiertos. Yo, irreverente como soy, gozaba distrayéndome con la primera mosca que pasaba. Es por eso que en mi mareo-alarma, cuando le comuniqué que me sentía mal, mi hermana me miró incrédula y no hizo caso. Minutos después mi papá corrió al altar para cachar a la Kittotta que casi rueda por las escaleras más tiesa que una paleta de limón. Todo por tener la pancita vacía.

Mi última gracia ha sido un nunca antes conocido cacarro como quien dice chorrillo. Ahí estaba yo, viendo el pase a la final de las Chivas, harta de estar sentada luego de días de ser la reina del WC, saboreando y comprobando la magia de un buen caldito de pollo… Por todo eso, ¡que viva la salud!

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