miércoles, 28 de enero de 2004

Turista Mundial

Hace poco tiempo tuve la oportunidad de tener entre mis manos un par de hojas cuyo contenido, extraído de una de esas monstruosas y molestas cadenas de email, resumía de manera precisa y correcta la agonía que sufrimos las mujeres a la hora de cumplir con una necesidad física, natural y básica en la vida diaria: ir al baño.

Este tema, por muy antiestético que parezca, es uno de los tantos puntos en común que todas las mujeres compartimos. Aquella cadena, acertada en cada punto y cada coma, explica el cómo fuimos educadas para comportarnos en esos momentos de urgencia y necesidad, sobre todo cuando las situaciones son adversas a tal circunstancia, es decir, cuando el baño está sucio, cuando no hay papel higiénico, cuando las medias resultan ser un conflicto existencial, cuando viajamos y el único baño al que tenemos acceso es el campo y su total inmensidad…

Yo sé que muchas veces esto de las necesidades fisiológicas puede ser controlado con el poder de la mente (medida acertada y aceptada cuando la adversidad es más fuerte que tú y el entorno te impide cumplir con tal misión natural), sin embargo debo decir que muchas veces la educación recibida desde los más prematuros años nos llega a traicionar de vez en cuando…

Iré al grano y sin rodeos. Al ser la segunda hija, y luego de que mi madre experimentara años antes con mi hermana, resulté ser objeto para probar y comprobar una “novedosa” solución para decirle adiós al molesto pañal de la manera más rápida y confiable. ¿La solución? Hacer que la niña, en este caso yo, se sentara en la sillita entrenadora solo 5 segundos después de haber ingerido mis sagrados alimentos. Al fomentarme este hábito, según mi suspicaz progenitora, mis problemas con aquel pedazo de tela terminarían, aunque debo confesar que la medida fue tomada más para su descanso que para el mío. Y así sucedió…

Desafortunadamente, muchísimos años después de aplicada aquella psicología, las secuelas permanecen, y durante toda mi vida he tenido la misma mala costumbre, cosa que ahora digo sin ninguna vergüenza porque he aprendido a superarlo. Es más, he hecho de este malhábito (que no sólo radica en mis visitas post-comidas al sanitario, sino en paradas frecuentes a lo largo del día gracias a mi poca retención de líquidos, supongo yo), un deporte, una afición, una especie de turismo. Si, soy una turista. Sobre todo porque, además de la razón crucial de estas visitas, he aprendido a apreciar todos los detalles que rodean al cuarto de baño desde el un sentido estético, claro está. Soy curiosa, y siempre entro a todos esté donde esté: restaurantes, escuelas, casas, hoteles, aviones… creo que sólo los del camión se me han escapado, pero según cuentan las leyendas urbanas no me pierdo de nada bueno.

Sé que estas columnas han sido un escaparate para muchas de mis más impensables confesiones, y sé que esta puede resultar la más terrible de todas, pero estoy segura de que, tal como yo, el mundo está repleto de turistas con mi misma obsesión, sobre todo del sexo femenino. ¿Cuántas de ustedes no lo son?