jueves, 31 de mayo de 2007

Miss Simpatía


Los seres humanos tenemos la necesidad, siempre, de aferrarnos a algo. Algunos se aferran a sus sueños, algunos más, a sus metas; hay quienes lo hacen a su fe, otros más, a sus recuerdos. Algunos se aferran a lo que tienen, y otros, se aferran a lo que quieren. Y aferrarse a lo que uno quiere es, entre todo, la cosa más difícil de encontrar.

Cuando era niña miraba con emoción los concursos de belleza. Atesoro en mi memoria recuerdos de vestidos, pasarelas en trajes regionales, concursantes divirtiéndose mientras posaban para la cámara mientras una voz hablaba de su signo zodiacal y sus gustos culinarios. Estudiaba a esas mujeres cual “Pequeña Señorita Sunshine”. Lo supe entonces: Mi espíritu infantil quería ser portadora de una banda y caminar por las pasarelas. Quería ser una Reina.

Entonces, a mis 5 años de edad, acudí a la primera fiesta de 15 años de la que tengo memoria. Aquello fue una pachanga familiar en todo su esplendor, pues las festejadas eran dos de las muchas primas que integramos esta generación de féminas en abundancia. La fiesta transcurrió, la gente bailó, pero lo mejor vino al día siguiente. Mis primas, jóvenes y ociosas, organizaron un improvisado pero impresionante certamen de belleza entre las más pequeñas, reciclando los ramos, trajes, peinados y maquillajes de la noche anterior. Los pocos testigos de este evento pueden decirlo: aquello fue la locura. A mi me tocó ser la Señorita Nuevo León (sabrá Dios quién me impuso esa bandita), pero modelé orgullosa enfundada en unas botas que casi le sacan los ojos al público en tremenda coreografía de las 6 aspirantes. En todas las fases de aquella ceremonia, desde el traje de baño hasta la difícil pregunta hecha por el jurado, di cátedra de lo aprendido en la televisión. Hasta la aventada de besos al jubiloso público, cosa que por cierto imité de mi hermana, chimuela en aquellos años, quien sorpresivamente ganó el título y la corona (la cuál era real). Yo fui, por cuestiones de mi carismática edad, Miss Simpatía. ¡Envídiame Sandra Bullock!

Este lunes el mundo entero atestiguo el logro de quien, también desde la infancia, tuvo un deseo y lo alcanzó. Por supuesto no fue Miss Estados Unidos –no creo que haya deseado con toda su alma rechiflas y tropezones-, sino Miss Japón, una joven que se aferró con todo a lo que quería y lo logró.

Como dije, aferrarse a lo que uno quiere es lo más difícil porque muchos no sabemos lo que queremos, o simplemente porque descubrirlo es tremendamente complicado. Así es la vida. Sin embargo también es parte de la vida comprender que lo que se quiere no es por fuerza lo mejor. Es cuestión de alcances y límites, es cuestión de contexto, del lugar, del momento. Querer ser la mujer más bella del mundo es casi como querer ser la mejor esposa del mundo, y esas cosas, aunque en gran parte dependen de uno, no es sólo una cuestión personal.

Por eso, ahora no sé si quiero ser la próxima Señorita Turismo o futura la Doncella del Mar. Difícil elección.

jueves, 17 de mayo de 2007

Columna sin sentido

Quería escribir una gran columna que no tuviera nada que ver con mi cumpleaños, ni con el día de la madre, o el día del maestro, o la libertad de expresión.

Quería escribir una gran columna sobre cosas triviales, cotidianas, increíblemente estúpidas para la gran vorágine que nos impide detenernos a observar el color de las cosas, el tamaño de los edificios, el canto de los pájaros por la tarde, los nombres graciosos con los que bautizan las misceláneas y tiendas de abarrotes (Omega 33, los Chicuelos, El tendedero… muy originales).

Quería escribir una gran columna sobre asuntos de importancia nacional como los secuestros, la violencia desmedida que sobrepasa los límites de la imaginación, los gobiernos, el papel de la mujer en el mundo actual, la capa de ozono, la temporada de huracanes, la enfermedad y la miseria.

Quería escribir cualquier cosa que me hiciera llegar a los 3 mil caracteres requeridos en mis textos semanales, sin importar (lo confieso) la forma o el estilo, la ortografía o la gramática.

Quería escribir una columna que no pareciera la auto evaluación trillada que de manera ritual me procuro año con año, analizando, recopilando, subrayando con letras enormes los eventos importantes de mis pasados 365 días, que incluirían, por qué no, ese momento terrible de escuchar las odiadas mañanitas con Pedro Infante (esta vez no pongo tanta objeción para escucharlo, finalmente no seré yo quien frene la emoción de las celebraciones por su 50 aniversario luctuoso). Quería escribir una columna que no me mostrara vulnerable, intranquila, inquieta, soñadora, emotiva, susceptible, irascible. Quería hablar de todo y de nada, de las estrellas y Julio Cortázar, de las ensaladas y la confusión que en estos días me lleva a emocionarme y no entender si por el hecho mismo de ser mujer o por la maravilla de poder reconocerme como tal en las reacciones y confidencias de todas aquellas que de una manera u otra, actúan conforme lo dicta su corazón.

Esta columna definitivamente no hablaría de calorías ni de chismes de farándula; tampoco hablaría del limbo y la injusticia de haberlo sacado del mapa así, sin razón aparente; aunque lo mismo ocurre día a día con programas de televisión, empleos, salarios, vidas.

Hago estas inusuales confesiones y volteo tras de mí: mis perros duermen en la cama, sienten mi mirada y me ven con indiferencia antes de volver a lo suyo; entonces comprendo de lo que sí debo hablar.

Hoy quiero escribir un agradecimiento profundo y sincero a quienes están ahí, diario, cada mes, cada semana, cada cumpleaños. A quienes me leen sin conocerme, a quienes escribo sin conocerles. A quienes me ponen pruebas de vida, a quienes me escuchan, a quienes me hacen crecer y a quienes me hacen llorar; aquellos a quienes detesto, y aquellos con quienes comparto carcajadas envidiables.

Gracias… gracias por ser y estar, por compartir lazos de sangre o de amor. Mis 28 años de vida serán lo que deben ser por todos y cada uno de ustedes. Feliz cumpleaños a mi.


jueves, 10 de mayo de 2007

Las delicias del poder

En el preludio de mis 28 años mi mente, mi corazón y yo hemos pasado por experiencias inéditas, desde ver el fin de Otro Rollo, la boda de Paulina Rubio, al bebé de Luis Miguel, el leer por fin el Principito y haberle entendido y el leer por primera vez a Carlos Fuentes ¡y haberle entendido!, hasta las situaciones más irreales posibles, que comenzaron con mi entrada cuasi triunfal al mundo del poder. Explicaré.

Cuando mi amigo el Negrito se acercó, estando junto a mí en aquella junta, me aseguró, más que preguntarme, que juraba por todo lo visible y lo invisible que de niña yo había sido jefa de grupo en mi salón de clases. Yo, petrificada ante mi pasado tan transparente, sólo pude asentir y levantarme de inmediato ante la concurrencia al recibir mi nombramiento como delegada sindical, mientras dirigía la mejor de mis miradas de odio a aquella que osó ponerme en semejante trance.

Estar en este punto es gracioso sobre todo porque aunque no soy una grilla en potencia, mi antecedente en el destacado sindicato del que hoy soy parte no fue nada encantador. Ante un hecho injusto, yo fui una de las principales voces que se quejaron, y de la misma manera, fui una de las primeras voces a las que callaron otorgándome prestaciones y pagos en fin de semana. Aclaro, mis quejas fueron por las formas y no por el fondo. En fin. A partir de entonces mis pasos por aquella área de mi centro de labores fueron escasos, y la mejor experiencia que de ahí puedo contar me carcajea de solo recordarlo, pero yo no tuve la culpa, todo fue una situación jocosa del destino que propició que por una fotografía mal tomada y un terrible movimiento en falso, una amiga acabara con la única lámpara que quedaba disponible, provocando que los siguientes en la foto salieron a obscuras ante las miradas de horror de los presentes y las carcajadas burbujeantes de mi amiga y las mías.

Pues ahora, con nombramiento y responsabilidad, tengo el deber de cumplir cabalmente mis obligaciones. La primera de ellas ocurrió éste 1 de mayo, bueno, digamos que el 30 de abril, pues ante la opción de ir al desfile o acudir a una velada que reunía a los sindicatos afiliados opté por lo segundo, y no me arrepentí para nada. No, no vayan a pensar que me encantó la pasión de cada discurso ahí pronunciado por hombres y mujeres políticos de cepa. No. La realidad es que fue divertidísimo ser parte de un acto donde primero te empapan del sentir de la causa laboral y luego un trío te canta “No te prometo amor eterno porque no puedo”; donde un destacado miembro del presídium casi llora en tan conmovedor arrebato de orgullo sindical y, terminando éste, el orador –dicho por sus palabras- invitó al respetable a matar el aburrimiento oyendo al Mariachi que entró entonando “El Mariachi loco quiere bailar”. De lo más irreal.

Así, en la agonía de mis 27 años, las experiencias que conforman mi bitácora de vida siguen pareciendo inagotables y surrealistas. Ésta, a partir de ya, es una de ellas.