jueves, 26 de enero de 2006

Peso sin valor

Comencé la redacción mental de esta columna acostada en una pequeña y estrecha camita donde, a base de zangoloteadas, apretujones y pellizcos, fui presa de un maravilloso masaje reductivo que me dejó algo atontada de los pies a la cabeza. Dicho evento masoquista, en donde eso de que le aflojen a uno la grasa que se acumula en panza, espalda y entrepiernas resulta una experiencia sumamente dolorosa, se complementa con un tratamiento en el cuál mi cuerpesito queda embadurnado de una mascarilla de extracto de café que cuenta con un efecto reafirmante “que ayuda a prevenir los signos del envejecimiento prematuro y estimula la producción natural de colágeno mejorando la arquitectura de mi piel”. Así merito lo dice el folleto informativo. El asombro seguramente invade el pensamiento del incauto lector que jamás consideró que Kittotta Valent pudiera ser susceptible a este tipo de banalidades estéticas. Sin embargo, aquellos quienes me conocen sabrán que soy de naturaleza vanidosa, y que el ideal de pasar un día completo en un SPA glamoroso rodeada de olor a incienso y mascarillas coloridas es un sueño largamente acariciado, aunque eso requiera sentirme como pescado empapelado o pollo del super, forrada de papel aluminio o del terrorífico plástico adherente (lo cuál he vivido a consecuencia de la mascarilla con olor a capuchino).

No pretendo matarlos de la envidia presumiendo mi renovado entusiasmo por verme y sentirme bien, sino hablar de algo que comenzó como eso, como un arranque por mejorar mi apariencia y que derivó forzosamente en una preocupante observación social. El 7 de septiembre comencé oficialmente un tratamiento para bajar de peso: acudí con una bariatra fabulosa quien a base de algunos medicamentos naturales y un adecuado plan alimenticio me han llevado a reducir los 12 kilos que tenía de más. No voy a hablar de lo duro que resulta hacer una dieta porque cuando uno tiene la convicción de que está haciendo las cosas por beneficio propio hace que todo resulte menos complicado de lo que parecería. No. Quiero hablar de lo triste que es cuando todo el mundo comienza a notar que bajas de peso y te felicitan por estar más delgada. “¡Te ves muy bien!” “¿Cómo le hiciste?” “¡Mira qué diferente luces!”. Si si. Gracias a todos por notarlo. Verdaderamente me sentía muy reconfortada cuando los demás notaban en mi el esfuerzo y fuerza de voluntad que me llevó a lo que soy ahora (físicamente hablando). La gente te da el paso, se porta más amable. Pero debo decir algo: me visto y arreglo igual que cuando tenía 12 kilos más.

Acuso sin miedo a esta sociedad que se pronuncia antiracista como la más racista que existe. No es sólo el asunto de negros vs. Blancos, de migrantes vs. gringos, de indígenas vs. Capitalinos. Es asunto de que en tiempos de la “imagen” el estar pasado de peso margina, limita, retrae. La gente te felicita por adelgazar, pero uno sigue siendo la misma persona que con kilos de más. Demos gracias porque Dove saca sus campañas mundiales para que las mujeres recuperemos la autoestima que sólo el 1% de las mexicanas tiene arriba, pero esta es una cuestión cultural, de educación, de sensibilidad. Demos gracias porque se trata de un mero asunto de peso sin valor, porque el valor está en el alma, no en las lonjas. Como leí una vez en un espectacular: “si la inteligencia se midiera por kilos...” ya se imaginarán.

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