lunes, 28 de marzo de 2005

Me comí un chapulín

Érase que se era una pequeña princesita que vivía en tierras muy pero muy lejanas. En cierta ocasión, acompañando a su madre al bazar del reino, una gentil vendedora se acercó a ella ofreciéndole de comer un puñado de la extraña comida que contenía su canasta; la princesita aceptó el regalo y, maravillada por aquello que acababa de probar, le preguntó curiosa a la vendedora qué era lo que había comido. La vendedora, casi en susurros, le dijo que era un manjar del reino, y que quien lo probaba no saldría jamás de ahí. Dicho esto, desapareció para siempre.

Historias parecidas se cuentan en muchos lados, sobre todo si hablamos de la magia que inunda la cultura popular particular de cada rincón de nuestro país. Lo que nuestra princesita de cuento probó fue nada más ni nada menos que un rico puñado de chapulines, y la leyenda de que quien los come no sale jamás de Oaxaca tiene más de verídico de lo que pudiera pensarse.

Como ya lo he contado mi itinerante familia recorrió otras tierras antes de asentarse en los bellos parajes veracruzanos. La vida nos llevó a Oaxaca más años de los que se hubiera esperado, y para mi el simple recuerdo de mi infancia me evoca a calles, lugares, detalles específicos de esta ciudad en donde el hoy no es como el ayer. Después de 15 años había vuelto ocasionalmente 2 veces, ambas para saludar a las amistades conservadas, reconocer lo que estaba cambiando, pasear un poco y para recobrar el único recuerdo físico que aun mantenía a la familia con el corazón arraigado en este lugar. Tal vez por eso en más de 6 años no hubo ya razón alguna para querer regresar… hasta ahora.

La añoranza de la ciudad, la búsqueda de mis raíces infantiles y la urgente necesidad de huir de la rutina que carcomía a mi espíritu me motivaron a planear mis vacaciones en pos de una gran aventura. Y así, con ligero equipaje para tan largo viaje, forrada de mapas y un surtido rico en música para el camino, emprendí junto con el amor de mis amores la travesía cómico mágico musical de 4 días en este caluroso rincón mexicano. Las experiencias jocosas las contaré en alguna otra ocasión, porque hubo episodios memorables como el insufrible sujeto-despertador del hotel, el intento de desmayo bajo un sol de 40 grados y el segmento de tropiezos y caídas al más clásico estilo de Juan Topo patrocinadas por unas chanclas de baño. El detalle aquí es el haber llegado a la Oaxaca de ahora con la misma cara de sorpresa del Burro de Shrek entrando al reino Muy muy lejano. El detalle aquí fue darme cuenta que si acaso se me ocurriera platicar con un niño de hoy, con acceso al cable y a una super carretera, se reiría si le contara lo que viví en mis años mozos; sonaría como Kevin Arnold hablando de lo que en mis tiempos significaba que el caricaturas del canal 5 no se veían y que para llegar al DF sufríamos con más de 8 horas de camino, 3 de ellas de pura vomitiva curva…

Aunque hace más de 15 años que salí de ahí, comprendo que la cultura popular no miente: me comí un chapulín y mi corazón jamás ha salido de Oaxaca. Lo compruebo ahora que volví a un lugar tan diferente, tan hermoso, pero, en esencia, en donde todo sigue siendo lo que era, lo que fue, lo que sigue y seguirá siendo para mi… mi niñez.

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