lunes, 15 de marzo de 2004

Albertina

Doña Albertina y yo
A mi mente llegan, de pronto, dulces recuerdos de mi tierna infancia. Lugares, olores y sabores… muchos son los detonadores que logran ubicarme, en fracción de segundos, en aquellos instantes que evocan en mí los días de mi niñez, como el olor a leña quemada, el canto de las palomas, las cálidas noches estrelladas de verano mientras comía esquites al lado de mis primas o simplemente el verdor de una amigable plantita. Inevitablemente, estas imágenes, también, me remiten a recordar a una de las verdaderas esencias de mi vida, a esa figura que complementa los primeros días de todo niño, a ese icono que algunas veces representa temor o, por el contrario, una fuente inagotable de amor: mi abuelita.

De los pares de estas figuras que por derecho genealógico me correspondía no sólo conocer, sino disfrutar, puedo contar en vida únicamente a la mamá de mi mamá. Todos los demás se han ido sin pedirme permiso y sin decirme a donde van. A mi abuelo paterno, don Efraín, nunca tuve el gusto de verlo con mis propios ojos, pero puedo imaginar lo mucho que mutuamente nos hubiéramos amado. Don Rogelio fue el primero al que vi partir con tristeza a pesar de mi corta edad, y desafortunadamente creo que nunca me permitió conocerlo lo suficiente como para haberlo hecho mi (único) abuelito favorito. De mis abuelas, la única que queda con vida es una mujer callada, retraída, con la que sólo tengo el nombre en común… Y, hace exactamente dos años, en un día como hoy, se fue la mujer que más me consintió, creo que la única que con su sabiduría pudo imaginar la mula bien hecha que sería su nietecita favorita al crecer: doña Albertina.

Mi abuelita era una viejecita que nació, vivió y murió en un pequeño pueblo del estado de Hidalgo. Su vida entera la dedicó a sus plantas, a su familia, a sus animalitos y a su tejido. Era algo cascarrabias (sobre todo cuando sus nietos rompíamos por error sus amadas macetas en nuestros múltiples juegos); era una mujer imparable, con un ritmo de vida que sólo la gente de los pueblos tiene, despertando al amanecer y siendo la última de la casa en dormirse en las noches, era bastante estricta y hacía corajes cada vez que alguien le tomaba una foto. Yo heredé de ella muchas cosas: ciertos rasgos físicos, su amor por los perritos, un par de aretes de oro y su involuntaria “picardía”. Era amante y coleccionista de cazuelas, tan aficionada a las plantas que cada que venía de visita por estos verdes parajes había que detenerle la manita porque también era algo uña (so pretexto de investigar si alguna ramita le pegaba en su casa), cocinaba los frijoles más ricos del mundo, pero, lejos de todo esto, el mejor recuerdo que tengo de ella fue haber pasado a su lado la última navidad de su vida mortal, junto a su camita, escuchándola contarme su historia sentimental con mi abuelito, a su manera, siempre jocosa, olvidándome y olvidándose ella misma de su semblante enfermo, de su cuerpecito reducido a visibles huesitos.

Un día como hoy, pero de hace dos años, recibimos la inevitable noticia de que había partido. Ella ya sufría, así que creo que finalmente fue un alivio para todos… He visitado pocas veces su tumba, sin embargo, siempre la imagino regando sus plantitas, platicándoles para que crezcan, o tejiendo mientras ve la novela y de pronto cae dormida aun con los lentes puestos… Estés donde estés, te extraño mucho abuelita, y te amo aún más.

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