viernes, 7 de marzo de 2014

Un 7 de marzo...


Hace 24 años un avión aterrizó desde la ciudad de Oaxaca en tierras jarochas trayendo consigo a una familia envuelta en una maraña de sentimientos: la madre no podía ocultar su felicidad en ninguna parte; la hija mayor venía confundida, triste por todos los amigos que había dejado atrás; la abuelita esperaba conocer su nuevo hogar y la hija menor sólo quería ver de nuevo a su papá, quien había anticipado su llegada para buscar casa y recibir a su familia con todo su amor.



Las hijas tuvieron que adaptarse de pronto a su nueva vida: escuela, amigos, gente, costumbres. No hablaré por todos, pero la menor no podía entender cómo en su nueva ciudad los niños se veían más libres, decían groserías, llegaban y se iban solos de sus escuelas, y compraban su comida en el recreo. Pero lo más increíble: esas criaturas tomaban café. Tal vez era porque esa pequeña nena venía de una escuela privada y descubrir el ambiente de una pública fue tremendo, tal vez porque en su casa le habían enseñado otro tipo de cosas, tal vez porque su sentido de resistencia fue más fuerte y en vez de encontrar las similitudes se esmeró en buscar las diferencias. Pero esa nena que desde entonces creció en Xalapa, aferrada al cartero que traía noticias de sus amigos lejanos, que aprendió de groserías y algunas cosas más, sigue en resistencia permanente. No toma café, no gusta del Carnaval, ni de las celebraciones de la Candelaria, ni es fan de cantar la rama. Ama profundamente esta ciudad y a la gente que ahí ha conocido, y sin embargo jamás se ha asumido como xalapeña. Ondas suyas, déjenla ser.



Hace 24 años mi vida cambió radicalmente y, sinceramente, parece que fue ayer.


Última foto en Oaxaca, 1990 (y con la peor de las caras)

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