Hace 24 años un avión aterrizó desde la ciudad de Oaxaca en
tierras jarochas trayendo consigo a una familia envuelta en una maraña de
sentimientos: la madre no podía ocultar su felicidad en ninguna parte; la hija
mayor venía confundida, triste por todos los amigos que había dejado atrás; la
abuelita esperaba conocer su nuevo hogar y la hija menor sólo quería ver de
nuevo a su papá, quien había anticipado su llegada para buscar casa y recibir a
su familia con todo su amor.
Las hijas tuvieron que adaptarse de pronto a su
nueva vida: escuela, amigos, gente, costumbres. No hablaré por todos, pero la
menor no podía entender cómo en su nueva ciudad los niños se veían más libres,
decían groserías, llegaban y se iban solos de sus escuelas, y compraban su
comida en el recreo. Pero lo más increíble: esas criaturas tomaban café. Tal
vez era porque esa pequeña nena venía de una escuela privada y descubrir el
ambiente de una pública fue tremendo, tal vez porque en su casa le habían enseñado
otro tipo de cosas, tal vez porque su sentido de resistencia fue más fuerte y
en vez de encontrar las similitudes se esmeró en buscar las diferencias. Pero
esa nena que desde entonces creció en Xalapa, aferrada al cartero que traía
noticias de sus amigos lejanos, que aprendió de groserías y algunas cosas más,
sigue en resistencia permanente. No toma café, no gusta del Carnaval, ni de las
celebraciones de la Candelaria, ni es fan de cantar la rama. Ama profundamente
esta ciudad y a la gente que ahí ha conocido, y sin embargo jamás se ha asumido
como xalapeña. Ondas suyas, déjenla ser.
Hace 24 años mi vida cambió
radicalmente y, sinceramente, parece que fue ayer.
Última foto en Oaxaca, 1990 (y con la peor de las caras) |
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