jueves, 25 de septiembre de 2008

El poder del anillo

Toda mi vida he sido eso que, según el diccionario coloquial define, llaman "chacharera". ¡Ah como me encanta comprarme toda clase de chunches para adornarme como arbolito navideño! Desde chiquita me hice conciente de esa herencia de la rama paterna que exploto de irremediable manera, y que me lleva a comprarme compulsivamente aretitos, pulseritas, pasadores, diademas, listones y moños para el cabello, etcétera, etcétera etcétera... Trespeseros por supuesto, pues a esta coda taurina ni sus más bajas pasiones la orillan a gastar más de lo que la bisutería que el comercio informal ofrece. Así se puede comprender  mis contadas joyitas de valor económico incluyen también un alto valor sentimental: el anillo que me dieron mis papás en mi graduación, la crucesita que me dieron en mi bautizo, los aretes que mi finada y chacharera abuelita me regaló antes de morir... Poco, pero valioso desde todos los puntos.

Hace más de un mes fui desterrada de la comodidad de mi rica camita por una pavorosa encomienda laboral: trabajar en el certamen de "belleza" Señorita Turismo. El horror hecho trabajo. El caso es que estuve en esos mares de la falsa apariencia y la desorganización total algunos meses, que me ocasionaron ganacia de kilos, ganancia de barros, estrés al por mayor, enfado brutal y por supuesto, llevaron al mínimo mis escasos límites de paciencia.  Después de una semana que parecía interminable, el último día, el del Certamen Final, amanecí feliz de la vida: sabía que al día siguiente ya no habría Señorita Turismo, que regresaría a mi casa (y a mi camita) y por supuesto que celebraría junto con el amor de mis amores nuestro 6o. aniversario de este experimento que decidimos llamar noviazgo. Desde el principio imaginé que sería una celebración posterior a la mera fecha, pues se ha vuelto costumbre esta especie de maldición o condena de todos los años el tener como escenario del festejo un velorio, una mascota fallecida, unas olimpiadas, unos juegos centroamericanos y situaciones por el estilo. La condena del anti-festejo. Así que sospeché que aquel domingo 17 de agosto sólo tendría de especial el fin de más temidas pesadillas laborales. 

Sin embargo él llamó, llegó, me esperó las 4 largas horas que duró aquel numerito y a las 11.30 de la noche aguardó elegantemente junto al elevador del hotel, me miró como si nunca me hubiera visto en un coqueto vestido que me obligaron a usar so pretexto de "dar una cara amable en el gran evento", escuchó la bola de nimiedades que me vinieron a la mente luego de una semana sin verlo y tuvo la paciencia suficiente hasta que, envueltos en la atmósfera más romántica y especial, encontró el momento exacto para respirar hondo, hincarse, observarme amorosamente y proponerme matrimonio. Por primera vez en mi vida tuve ante mi una joya tan bonita, tan limpia, tan burbujeante... 

No tuve más que ponerme aquel hermoso anillo por primera vez para sentir su extraño poder, su magia, su energía. Ni los más coquetos aretes trespeseros, ni las pulseras más extravagantes y originales que pueda tener entre mis pertenencias me han hecho sentir lo que éste pequeño anillo. Me sentí como Frodo cuando tenía entre sus dedos el anillo de Saurón (ese que enloquecía a quien lo portara); como uno de los poderosísimos Gemelos Fantásticos de los Súper Amigos que con sus anillos especiales se convertían en distintas cosas para trabajar como equipo y luchar contra el mal... Sin saber por qué, mi vida cambió desde esa noche. 




Días después vinieron el pedimento, la emoción familiar y por supuesto, la versión de todos aquellos cómplices que se enteraron antes que yo de la decisión que el amor de mis amores tomaría. Un compló muy bien tramado... Y curiosamente desde entonces me he enterado que amigos cercanos y gente conocida comienza a tomar las mismas opciones de vida en pareja... ¡impresionante torrencial de bodas e hijos!

Cuando era niña imaginaba que los aretitos, los colguijes y los anillos representaban el hecho de ser una señora en toda la extensión de la palabra. Me ponía los de mi mamá y extrañamente me sentía más grande. Hoy no necesito colgarme hasta el perico: la pequeña cosita delicada y brillante que encierra más sentimientos de los que pude imaginar, me hace sentir una persona diferente, que vivirá una experiencia absolutamente ajena a todo lo que he conocido pero que seguirá siendo la misma, la que come a sus horas, la que adora ir sola al cine, la que disfruta leer un libro, la que ha aprendido en 6 años a compartir el control remoto y ver más futbol del que desearía en la semana... 

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