jueves, 27 de octubre de 2005

Lo clásico de otoño

Las tradiciones no son lo que más abunda en la lista de cualidades de la familia Valent. Sí ponemos el árbol cada navidad, sí mi madre suele poner un altar el día de muertos, sí celebramos los cumpleaños y el año nuevo. Pero así que diga uno “cantamos villancicos al fulgor de la chimenea”, “hacemos botitas para los regalos” o “nos damos huevos de pascua pintados por nosotros mismos cada primavera”, no, realmente no. Sin embargo existe un cierto punto en común que une, sobre todo, a madre e hija Valent octubre con octubre: la Serie Mundial de Béisbol.

Lo diré así: los roles tradicionales donde el hombre del hogar es el amo y señor de los deportes frente al televisor, y donde la mujer partido con partido se refunde en su sillón sin entender ni papa de lo que ocurre en cada jugada no aplica con nosotros. No quiero decir que a mi señor padre no le llame la atención mirar algún partido, pero es bien sabido que si gusto de apasionarme como una loca ante encuentros del tipo deportivo es por herencia materna y nada más.

A mi madre debo mi entrega y dedicación al arte de enojarse, estresarse y escupir cualquier cantidad de improperios ante un couch y muchos jugadores que, sospecho, nunca escuchan lo que uno les dice. A ella debo mis nervios y sólo ella sabe rascarse sabrosamente la cabeza a la primer rabieta por ver a nuestro equipo del lado de los perdedores. A ella debo mis primeras series mundiales (lista que inicia a finales de los ochenta) y por ella disfruté como enana la única vez que he pisado un estadio de Grandes Ligas, envuelta en banderines, souvenirs, refrescos y hot dogs (cual anuncio de Master Card), y contagiada con aquella cancioncita que a coro se entona cuando está por iniciar la parte baja de la séptima entrada (Take me out to the ball game, take me out with the crowd...),

Lo que no me explico es cómo viviendo tantos años en una ciudad netamente beisbolera no me fue inculcada desde mis infancias esta gran pasión. Tuve que ir de nueva cuenta a Oaxaca para poder apoyar a los Guerreros, para gritar hasta rayar en la ronquera, para reírme secretamente de la amistosa botarga parecida a uno de mis sobrinos, para entrar en complicidad con gente que jamás había visto festejando cada buena jugada de los nuestros, para darme un banquetazo de chicharrones y palomitas mareando a todo aquel vendedor que se paseaba frente a mi canasta al hombro, para saborearme las cervecitas que una a una se iban agotando entre mi papá, su amigo y yo, y para sorprenderme de que aquí la cancioncita gringa es substituida por el himno de todos los oaxaqueños: el “Dios nunca muere”. Todo el mundo lo canta cachuchas en mano del lado del corazón. Después el juego se retoma y otra vez se siente la pasión, esa que no conoce edades, nacionalidades o géneros. Un verdadero deleite al alma y a los sentidos.

No es que ante la menor provocación corramos a los estadios a ver el béisbol (aunque admito que hemos hecho largas colas al rayo del sol por los Halcones en el básquetbol), pero hasta ahora nuestra cita de octubre no nos falla jamás, incluyendo con ella palomitas, cobijitas, la narración de los jocosos cronistas nacionales y los nuevos miembros del club de las Grandes Ligas. Todos unidos por la pasión de la pelota caliente, y la necesidad de mantener viva la única tradición que real y fervorosamente, año con año los Valent seguimos como tal.

1 comentario:

Xun dijo...

yo también estuve en un partido por ahí... aunque sólo veo la serie mundia.
Saludos.