lunes, 23 de junio de 2008

Semana de la honestidad

Honestidad: la mejor de todas las artes perdidas.
Mark Twain

El autor del famoso relato del joven Tom Sawyer pronunció esta sentencia a finales del siglo XIX. Lo increíble del caso es que tales palabras fueron dichas hace más de 100 años en un sitio muy lejano y siguen teniendo una vigencia total, aquí y en China. 

Las personas que hoy en día creen en la honestidad son cada vez más escasas, sin embargo, eso no significa que ya no existan... y para muestra, los ejemplos que viví hace algunos días enmarcados en lo que he llamado "la Semana de la Honestidad". He aquí la historia. 

Es un hecho irrefutable que cuando se tiene una emergencia y se necesita dejar el vehículo en algún sitio, lo último que aparece es un lugar para estacionarse. Es un hecho irrefutable también, que ante la falta de un lugar específico para ello y una sobrepolación vial, existan algunos "vivarachos" que secuestren las calles para cobrar por el cuidado del automóvil, como lo hacen los famosos franeleros de la Ciudad de México. Aunque en provincia la cosa no es tan grave, "aparcar la unidad" en un lugar cercano a la emergencia resulta ser todo un desafío. 

Así, un día que requerí entrar a un hospital de esta ciudad, tuve a bien dejar mi adorable PochiCar en una calle cercana al lugar (el estacionamiento estaba hasta su máxima capacidad), sin imaginar que pasaría horas y horas en este sitio. Aquel día gris (además de la situación que me llevó ahí mis lentes sufrieron un percance, así que de pilón iba en calidad de ciega), me dirigí muy feliz hacia mi carro con algunas compañeras de trabajo y la Chismosa en plan de copilota, cuando vi que dos Tamarindos propiamente uniformados se encontraban en la laboriosa y meticulosa acción del desemplacamiento en el carro que estaba frente al mío. Yo, con la visión borrosa, noté que mi placa delantera estaba en su sitio, así que suspiré feliz hasta que descubrí en el parabrisas un papelito atorado que revoloteaba al compás de la suave brisa vespertina... bajé aquel papelito y con horror noté (más bien recordé, porque ya lo había visto), frente a mi el letrero de No estacionarse (el cuál pensé que aplicaba varios metros después por la parada del camión). Lo único por hacer de mi parte fue preguntar al señor Justicia Víal si mi multa podía pagarla después y me dijo que si. 

Ciega y consternada por la primera multa recibida en mi vida, las compañeras de trabajo me preguntaron por qué no mostré con enjundia el logotipo de mi playera (que me acredita como empleada de Fidelandia... perdón, del Gobierno del Estado), con el argumento de que había ido a trabajar. Mi respuesta fue tan intensa como mi indignación: ¡POR SUPUESTO QUE NO! "Yo ví ese letrero y por burra ahora pago las consecuencias", dije con voz fuerte. Mi amiga la Chismosa apoyó mi decisión y ella misma me acompañó a pagar mis -in- decorosos 100 pesos por estacionarme donde no debía. Nomás faltó la cámara fotográfica para inmortalizar el momento en el que la cajera me devolvía mi placa trasera, la cual por cierto sí me habían quitado los polis... ¡Y qué suerte que jamás supieron que no traía lentes!

Días después de este acto saqué a mis felices canes a pasear por este elegante barrio (tan elegante que el hoyo mencionado en el post anterior es ahora un pozo sin fondo), y me llevé mis coquetos teléfonos móviles para estar en contacto con el mundo, pues uno nunca sabe cuándo va a ser requerida. Caminamos, jugamos, corrimos, y cuando llegamos a casa con la lengua de fuera saqué mis artefactos de las bolsas del pantalón. De pronto, EL HORROR (banda sonora de Psicosis en este momento, violines chillantes que esperan el fatal anuncio): ¡Mi Nextel no estaba! 

-Cabe aclarar que por mis influencias astrales soy una Tauro materialista y resistente a los cambios. Por lo tanto, debe comprenderse mi reacción.-

Al notar que el bonito teléfono morado (perdón, olvidé decir que los Tauros somos algo codos, así que también aplica el valor monetario en la desesperación) corrí como una loca hacia los lugares donde había estado hacía solo segundos pero mi hermoso apartito no sonaba, a pesar de llamarme por el celular para así poderlo escuchar. Minutos después se unió a la búsqueda el guapo y paciente amor de mis amores, y juntos marcábamos y marcábamos y no sucedía nada. De pronto pareció que alguien contestaba una alerta; el amor de mis amores volvió a marcar insistiendo que no valía la pena que se quedaran con un aparato que sería dado de baja y tras varias insistencias, una persona amable quedó de devolverlo en unos minutos. Y así fue: un señor con sus dos hijos pequeños llegaron, entregaron a las manos de mi novio el teléfono en cuestión (yo estaba tan privada del berrinche que sólo salían de mi boca sapos y culebras, y de mis manos ademanes impropios del amable lector) y hecha la transacción del móvil por una gratificación, todos volvimos a casa tranquilos y satisfechos: yo con mi objeto perdido, el padre de los niños por la lección impartida sobre la honestidad, los niños con su jugoso domingo y el amor de mis amores por haber domado a la fiera que tiene por novia. 

Con tan sólo dos ejemplos creo que queda claro este punto. Hubiera sido muy fácil haber dicho que trabajo en un medio de comunicación (el cuarto poder sigo siendo asquerosamente poderoso) y quizá no hubiera perdido ni mi placa ni mis 100 pesos; quizá hubiera sido igual de fácil para el señor que encontró mi celular quedárselo y cambiarle el número, pero ninguna de las dos cosas sucedieron, afortunadamente, porque como lo dijo el sabio Séneca: "Lo que las leyes no prohiben, puede prohibirlo la honestidad". 

¡Celebremos a la Humanidad que tiene el valor, y no le vale!