jueves, 24 de noviembre de 2005

Fuera de lugar

Nada en realidad nos diferencia del mundo animal: tenemos instinto, cazamos –matamos, a veces- para comer, luchamos hasta el cansancio por la supremacía de la manada y sobre todo, poseemos esa natural necesidad de ser parte de un grupo, de no ir solos por la vida. Los humanos siempre buscamos estar en compañía de quien mejor nos defina como individuos, aunque muchos insistimos en la idea de auto-segregarnos so pretexto de que "mas vale solos..." En fin.
Hace poco platicaba con mi amiga la Sailor sobre los múltiples conflictos existenciales que me ha acarreado caer a la cuenta de este hecho. Esta Kittotta era un ente que gustaba penar como alma errante hasta que llegó de golpe y porrazo al universo de los adultos, en donde tuvo que aprender a convivir (lejos de su voluntad) entre gente con, digamos, distintas maneras de ver el mundo, el trabajo, la realidad, el pasado y el futuro. Aunque es muy claro que no todas las personas han tendido existencias gratas, que algunos laboran por fuerza y no por pasión, que los infiernos del tráfico y las deudas afectan sobre manera la autoestima y el espíritu, resulta decepcionante mirar alrededor y comprender que son escasos los corazones similares al de uno con los cuáles se puede congeniar y con los cuáles, como los animales, se pueda transitar tranquilamente y en manada de un lado al otro.

Kittotta experimenta esas sensaciones desde que el sendero del destino la llevó a las filas de la burocracia. No me quejo de que el gobierno mantenga los escasos (pero bien gozados) gastos que me genera ser –por ahora- hija única y mantenida; sin embargo llega un momento en el que ser parte de un ambiente similar repercute en tus propios objetivos, en tus propias pasiones... La corriente nos lleva a todos por muy aferrados que estemos a la tierra firme.
Fuera de la molestia que me genera la actitud pasiva, conformista y simple de la masa, hay otras cosas que perturban mis tibias aguas. Esta imperiosa necesidad que de pronto me ha surgido por "pertenecer" a algo me mantiene poco a poco más cercana a la "nada". Contemplo los ejemplos femeninos que abundan a mi alrededor y por mucho que me enorgullezca "caber" entre aquellas que trabajan, estudian, se preparan y apenas si tienen tiempo para ellas, me llegan los remordimientos por querer "ser" como aquel otro sector: casadas, con hijos, con vidas propias, comprometidas con su ser y con los suyos. A ambos bandos los miro con nostalgia cuando sé que no soy ni de aquí ni de allá, que trabajo y tengo tiempo para mí, que amo y deseo casarme y todas esas cursilerías, que anhelo una vida laboral fructífera y también el tiempo suficiente para educar hijos que se cuestionen, que luchen, que critiquen, que se apasionen....

Es difícil comprender que a estas alturas del partido se pueda jugar sólo sin un equipo que te haga "segunda". Tan difícil como la búsqueda de éste o como el sentirse aceptado e identificado entre tantas y tantas mentes que poblamos la Tierra. Pero, como diría la sabia Sailor, ¿qué más da? Ahora es cuando más hay que creer en uno mismo y aferrarse a lo que se es pues quizá, sin sentirlo, un día encontraremos ese grupo que nos haga sentirnos a gusto, tranquilos, en paz.

jueves, 17 de noviembre de 2005

Relaciones peligrosas

Hace poco conocí un relato de la mitología griega que narra la historia de la bella Perséfone. Ella era una muchacha feliz que un lindo día, mientras iba de flor en flor cerca del lago Sicilia, fue observaba por Hades, dios de los infiernos, que de sólo verla se enamoro locamente cual alborotado puberto. Así, obnubilado, tomola y raptola con la única intensión de convertirla en la dueña y señora de sus ardientes territorios. Por supuesto ella, damisela en desgracia, gritó, lloró y pataleó hasta que Ceres, su madre, diosa del campo y la agricultura, se dio cuenta del rapto de su hija y al buscarla hasta el cansancio sin éxito alguno, maldijo a la tierra condenándola a la desgracia y la infertilidad. Sin embargo un día se enteró del hurto de Hades y presurosa, solicitó la ayuda del dios Zeus, quien en un afán de mantener la diplomacia, ideó un acuerdo en el que ambas partes estarían felices: durante seis meses Perséfone viviría con su madre Ceres, mientras que los otros seis meses viviría con su esposo Hades en las penumbras del inframundo. Con esto se explicaba la idea de la primavera (es decir, la diosa enviaba a los mortales campos fértiles y buenas cosechas) y del invierno (cuando Ceres estaba triste por la ausencia de su pequeña).

Este episodio me remite al escabroso terreno de las relaciones entre padres e hijos políticos, pues aquí importó más el jaloneo entre la suegra y el yerno que la opinión de la propia Perséfone. Sí, esto de la familia "postiza" es sin duda alguna un tema muy, muy escalofriante...
Aunque suene difícil de creer la relación del amor de mis amores con sus cuasisuegros dista mucho de las leyendas urbanas que remiten a la suegra metiche con sartén en mano y al suegro cascarrabias que a todo le pone peros. No, en esta casa no es así y tampoco lo es a la inversa en mi relación con mis cuasisuegros. Somos unos "hijos postizos" muy consentidos en ambas partes: mi mamá le compra su diaria dotación de palomitas a su yerno y mi suegra me da clases de tejido cada ocho días... por supuesto que tan buenas migas deben ser cultivadas día tras día para no desgraciar la plantita con cualquier metida de pata, y para muestra basta un botón.

Ahí tienen al flamante yerno prestando su auto para llevar a su novia y sus suegros al cine. Primera vez que don Valent aborda el famoso Tiburón. Entonces, mi madre brinca de su asiento al sentir la presencia de un cuerpo que caminaba sin control sobre sus piernas... "¡Maten a la cucaracha!". El amor de mis amores brincó de inmediato y valeroso, mató a la non grata invitada que seguramente se coló del taller automotriz... Días después mi familia postiza me invitó a comer con ellos; la Kittotta, flamante nuera, prestó su coche para llevar a su suegra y cuñada hasta el restaurante. Entonces se bajaron del auto mirándose con horror las prendas oscuras que llevaban puestas forradas de pelos de perro café... ¡ups! olvidé que mis mascotitas son viajeros frecuentes del asiento trasero el cual, por cierto, jamás limpio. Afortunadamente no hubo rupturas graves ante estos bochornosos acontecimientos, pero hoy temo por ser la compañía de mis suegros en el primer partido de la final de basquetbol... sospecho que ahora si conocerán del todo a su joven nuera, poseedora de un bonito lexico de carretonera y de muy malos hábitos a la hora de apreciar un espectáculo de hombres sudorosos y con escasos ropajes corriendo tras un rebotín. ¡La que me espera!

jueves, 10 de noviembre de 2005

Me quejo y me requejo

Hoy haré un ejercicio en esta honorable columna. Digo ejercicio porque la libertad de expresión es eso, ejercer por medio de la palabra el derecho que todos tenemos de decir lo que pensamos.

Los Valent vivimos en una unidad bonita y grande. En ella hay retornos que se separan unos a otros con áreas verdes e incluso hay unas canchas con todo y su kiosko. Desde que llegamos a este lugar (hace más de 15 años) está estipulado que los dueños de los perros tengan la precaución de que al salir a pasearlos éstos lleven correa y que los desechos procuren no dejarse a mitad de la calle. Tal vez esto último sea lo menos respetado, pero al menos los vecinos tenemos la conciencia de ir al pendiente de nuestras mascotas a la hora del paseo.

El fin de semana pasado tuve un altercado con una persona de mente diminuta que se dice la dueña de un lindo labrador negro. Vive a unas casas de la nuestra y nos separa un área verde. Mis amadas mascotas son raza Cocker Spaniel y por naturaleza tienden a ser nerviosos. El Labrador, por naturaleza, tiende a ser juguetón. Yo eso no lo discuto, y de hecho no fue la razón de mi segunda pelea con esta fulana, lo que le discuto es que cuando "saca" a su perro a pasear lo deja correr libre por todos lados y sin correa, mientras ella platica por celular o con alguna otra persona. Esta bien, vive en un país libre, el asunto es que parece que como llegó hace pocos años a esta colonia no tiene idea de cómo son las cosas; no soy la única que se ha quejado de que su perro, al querer jugar, provoca a los otros perros que están en las casas, pero con los nuestros es más notorio porque el labrador se asoma a la puerta, los molesta, todos se ladran y los deja nerviosos hasta el límite, cosa que repito, considero de lo más natural entre los animales.

El asunto es que a la mujer se le dicen las cosas y le vale, ya van varios vecinos que le insisten que por favor tenga cuidado y la tipa contesta cosas irritantemente egoístas. El sábado cuando ya me tenía harta que el perrito se paseara como loco, la fulana me vio salir de la casa y en ese momento le puso la correa (cree que no me di cuenta); fui a pedirle de favor que se fijara en su animal y que era su obligación sacarlo con correa, a lo que ella me contestó que su única obligación era sacarlo a caminar, que era libre de sacarlo como ella quisiera y que no era su problema que mis perros se pusieran nerviosos. Yo entiendo ese último punto, pero lo que sí es bronca de la mujer es vigilar que no vaya a provocármelos... yo no le pedía más que eso, pero ¿es mucho esperar que no me salga con respuestas tan estúpidas y que su ardilla mental le funcione adecuadamente para que comprenda por qué y para qué se hacen las reglas?

Exhorto de todo corazón a todos los dueños de mascotas a que piensen que viven entre otras personas, que no están en una isla donde nada importa si afectas al vecino, que si sus animalitos son grandes y quieren correr los saquen al campo, pero que no antepongan sus comodidades y su falta de responsabilidad para afectarnos a los demás. Que les pongan atención... No se vale que nos perdamos así, entre egoísmos. Estoy enojada. Me estresa demasiado cómo la humanidad se llena (a borbotones) de insufribles taradas como ésta.

jueves, 3 de noviembre de 2005

¡Click!

Toda la historia de esta columna comienza con el revuelo causado hace algunos meses por la llegada de un nuevo miembro a las filas de la oficina. Ella, una señora formal y muy propia, tomó posesión de su nuevo espacio y, como muchos de nosotros solemos hacer, se dio a la tarea de decorar el lugar con sus cosas más personales: lápices, libretas, agendas, algunos adornitos, y por supuesto, fotografías de sus seres más queridos. Y con este insignificante detalle se detonó la bomba creativa... Aquellas fotos, lo diré con sutileza, son como extraídas de la galería del terror infantil.

Ante el padecimiento cotidiano de ver la imagen de un niño de espantosa faz con los pulgares arriba, me fue sugerido por otra alma sometida al terrorismo psicológico de aquella imagen el tema de las poses que todos adoptamos cuando tenemos frente a nosotros una cámara fotográfica. Nada tan simple como eso, nada tan teorizable como eso.

La vanidad, lejos de ser un pecado es el punto sensible de todos los seres humanos en esta tierra. Por mucho que alguien jure y perjure que no le importe su aspecto, siempre terminan cayendo en la autocrítica: “¡mira qué gorda me veo!”, “no, si salí fatal”, “¿este soy yo?”, y un etcétera de preguntas frecuentes. Es entonces que, por simple instinto natural, cuando nos van a tomar una fotografía procuramos el decoro y la mejor postura, aunque algunos gocemos del ridículo como el niño de los pulgares. Con eso de que la cámara no miente, los gordos sumimos la panza o nos escondemos detrás de alguien más, los flacos eligen la pose que resalte sus atributos, las greñudas se peinan en un tris y los de lentes se los quitan con el pretexto de no dar el flashazo.

Las fotografías de grupo son las más geniales, porque siempre habrá alguno que salga con cara de dormido, con cuernos, con la boca abierta, o casi cayéndose porque no cupo o se coló; por más que uno cambie la posición las fotos de familia suelen ser las mismas año con año: cumpleaños, navidades y años nuevos y en todas haciendo lo mismo (¡siempre comiendo!). Las peores son las que nos toman sin avisar. Claro, cuando es uno quien capta in fraganti se disfruta muchísimo más que cuando eres el afectado en cuestión. Se puede descubrir a alguien dormido, en la regadera, comiendo como cerdo esperando que nadie lo vea, en calzones, en el baño, y demás situaciones por ende bochornosas. Y ni qué decir del prematuro sufrir con las series que los papás adoran tomarle a sus bebés de caritas lloronas, risueñas, berrinches, etc., y las palabras raras que dicen para que un niño mire al lente (¿whisky? ¿Quesito? ¿Mira al pajarito?)

Pero las mejores son las individuales. He ahí las fotos tamaño infantil que las escuelas piden año con año; después viene la del título, la del pasaporte, la de la solicitud de empleo... No es sólo la lista de condicionantes que requieren estos trámites (sin aretes, restirada, con ropa blanca), no, es ese extraño masoquismo de ir siempre acompañado a esta lucha contra el lente fotográfico, y es esa misma compañía quien goza haciéndonos caras para que el resultado sea una boca chueca de la risa, el ojo en pleno guiño o la papada a todo lo que da... ¿No lo creen?