jueves, 22 de noviembre de 2007

En mi otra vida

“El universo se encarga de arreglar sus cuentas”, dijo el Dr. House en un capítulo –de la misma serie- donde de una manera poco convencional logra vengarse después de 20 años de otro médico que al parecer se la puso difícil en su vida escolar. Y es que como dicen las abuelitas, nadie se va de este mundo sin pagar sus deudas… aunque nadie dijo que se puedan pagar, o cobrar, en otra vida.

Por siglos se ha creído que el Alma, el “motor del cuerpo”, se rige por el mismo principio de la materia, que afirma que esta no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Así, creencias religiosas como el Budismo han incluido a la reencarnación como parte de su ideología: el alma que habita diferentes cuerpos en diferentes tiempos. El Karma es el concepto que explica el hecho de que en esta vida nos sucedan cosas buenas o malas según los méritos y deméritos que hayamos acarreado en otras vidas.

Si bien el catolicismo no lo apoya, la ciencia sí ha explorado en la mente humana esos destellos que a veces, inexplicablemente, nos llevan a lugares en los que jamás hemos estado o nos inclinan por un gusto específico sin razón aparente.

Si uno es curioso se acuden a métodos poco ortodoxos y relativamente a la mano para intentar acercarse al pasado de nuestra alma. Quien esto escribe pasó hace como 8 años por todo el rito de un extraño personaje, quien luego de estar como poseído y en pleno trance cósmico, me echó la baraja y me aseguró que mi vida pasada más cercana había sido un señor llamado Samuel Richardson y que de ahí mi gusto por la escritura. Nunca supe quién tuvo los ojos más desorbitados: si el hombre luego de aquella fuerza del más allá que poseyó su ser o yo con esa revelación que no me decía absolutamente nada. Entonces el hombrecito (ignoré entonces si sabía de quién me hablaba) me dijo que fuera a la Enciclopedia y leyera más sobre él, que eso iba a despejar mis dudas.

Escéptica me sumergí en el tumbaburros:

Samuel Richardson (Gran Bretaña, 1689-1761) se hizo famoso por sus cartas y en 1739 comenzó a escribir un volumen de cartas modelo para el uso de los lectores del país publicadas como Cartas de familia. Entretanto escribió y publicó la famosa novela Pamela, o la virtud recompensada, que narra en forma de cartas la historia de una joven doncella obligada a defender su honor. Todas sus novelas están escritas en forma epistolar, una estructura que Richardson perfeccionó y desarrolló, y que le permitía revelar el flujo de conciencia de sus personajes. Por esta razón se le se le considera el fundador de la novela moderna.

¿Será cierto? ¿Están ustedes ante un texto escrito por el alma errante del fundador de la novela moderna? ¿Seré ahora la antítesis de esas cartas modelo del pasado? ¿Mi estilo realmente es mío? Nadie sabe.

Lo que si sé es que tan egoísta resulta creer que somos los únicos en el planeta como que nuestra alma es única e irrepetible. Pruebas hay muchas si tan solo prestamos atención a los mensajes extraños de nuestra mente… ¿No?


(La buena noticia es que no me parezco al hombresito...)

jueves, 8 de noviembre de 2007

El sentido del tiempo

Cuando alguien afirma con poca lógica y contundencia que la televisión es una caja idiota, yo pongo mis más severas objeciones ante varios hechos irrefutables: a) Gracias a la modernidad y la tecnología los receptores han dejado de tener la regordeta silueta de una caja para convertirse en tremendas “varitas de nardo” que caben en los rincones más insospechados; y b) Quien tenga el lujo de recibir (legal o pirata) señales de paga, puede presumir de todo menos de no tener una programación que pone hasta a la ardilla mental más perezosa a correr a todo vapor. En uno de esos ejercicios tan concienzudos del zapping me topé con un estudio bastante extravagante donde científicos y médicos trataban de explicarse el sentido del tiempo que todos los humanos poseemos aún sin tener un reloj.

La idea la detonó un experimento donde un hombre, encerrado e inactivo un X número de horas en un lugar completamente blanco y sin ventanas, registró actividad en su cerebro que lo llevó a determinar un cálculo estimado del tiempo que había pasado ahí, y que sorpresivamente no era del todo errado. Después pasaron las tomografías de otra persona que fue inducida a contar el tiempo que pasaba entre una estimulación y otra, y se reflejó en una parte del cerebro muy cercana a las sienes, la localización de esa bombita contabilizadora. Después ponen otra clase de experimento donde enfrentan a un voluntario a una situación límite para descubrir si verdaderamente, en casos similares, el tiempo puede detenerse.

Todo esto me llevó a la reflexión de que hoy en día el tiempo es un tema de plática frecuente. Que si se va volando, que si ayer fue enero y hoy noviembre, que si no me alcanza para nada, que si el tráfico, que si los niños… En esta realidad todos somos surrealistas conejos blancos que salen de sus casas disparados, dejando a Alicia –impávida- en una habitación repleta de relojes que sólo indican que aquel novelesco animalillo o estaba bastante chiflado o que tenía miedo de quedarse dormido.

Finalmente comprendo que el hombre siempre ha sido esclavo del tiempo, ha vivido regido por las épocas de cosecha, por las salidas del sol, por la luna, por las lluvias. Y debe ser cierto que todos llevamos un cronómetro por dentro, ese famoso “reloj biológico” que tantos sopores nos provocan a las mujeres en, próximas o posteriores a los 30 años que aún no tenemos descendencia.

Los relojes han sido un gran negocio, pero sospecho que aún sin poseerlos la vida seguiría igual. De niña tuve uno divino, muy moderno, con una burbuja y corazones que flotaban para dar la hora hasta que descubrí que a los relojes digitales no les creo (cada quien su chifladura) y mi burbuja fue cambiada por un Snoopy con manitas por manecillas al cuál le creí hasta que se perdió. Lo adoré entonces y lo añoro ahora. Bu.

Con o sin ellos, pienso en La persistencia de la memoria de Salvador Dalí. Relojes escurridos, tiempo irrecuperable, cada uno con su hora, cada uno con sus bichos. Eso según creo, es el verdadero sentido del tiempo.


jueves, 1 de noviembre de 2007

¿Quién dijo miedo?

Por asuntos de la naturaleza, el miedo es una parte innata del ser humano. Así como todos traemos necesidades espirituales, de afecto, de sensaciones almacenadas en nosotros cual si trajéramos un chip integrado, el miedo es, al igual que la pasión o el odio, uno de esos sentimientos intensos que generalmente se detonan a partir de una experiencia, y los evocamos con cualquier pequeña chispa: un sonido, una sombra… algo activa nuestro sensor del peligro, los cabellos se nos erizan y nos ponemos en estado de alerta, aunque esta vulnerabilidad culmine siempre en estallidos de risa, de llanto o de locura. Una adrenalina que aun compartida, resulta una experiencia íntima y personal.

Debo advertir al lector que soy, por herencia, genética y humanidad, un ente cien por ciento miedoso. Pensar en situaciones de pánico me pone como beisbolista con 10 carreras en contra, pues al saberme más asustadiza que Scooby Doo evito a toda costa enfrentarme con cualquier indicio cultural que pueda provocarme temor. Así evito a toda costa ir al cine a ver alguna película de suspenso u horror y en la tele paso por alto todos los especiales y asuntos similares que en estas fechas se ponen tan de moda.

Mis primeros indicios de miedo me llevan hasta la casa de mis abuelos maternos. De noche, las sombras, aquella luz tenue que entraba en la ventana del cuarto donde nos hospedaban cuando íbamos de visita, alumbraba misteriosamente la silueta del cuadro del soldado Nazi que mi tío había pintado cuando era joven y que escoltaba, fiel y cruelmente, al búho disecado que estaba junto a él, con sus alas siempre a punto de alzar el vuelo y la mirada rapaz, con la intención de buscar alimento.
Ahora me veo en la casa de mis otros abuelos, que vivieron en una casa construida en siglo XIX que había pertenecido a mis bisabuelos. Aquel lugar tenía un largo pasillo a la intemperie que te llevaba hasta el baño, tenía un pequeño acceso al final para llegar a lo que todos conocíamos como “la otra casa”, otra construcción más vieja donde la familia celebraba las fiestas de Navidad y donde los miles de primitos jugábamos hasta antes de que oscureciera. Todos temíamos a esa casa cuando las luces se apagaban, pues los perros de mi tío dormían ahí y siempre se escuchaba su aullar ante la menor provocación, además de la madera que truena de vieja. Sí. Eso era miedo, angustia, horror.

Aunque el entorno lo determine para mí estas fechas son más de respeto que de terror. Respeto a la muerte, que es lo más desconocido que el ser humano puede siquiera imaginar. Son días pintados del naranja de las mandarinas y los cempazúchiles de los altares, el incienso y el pan, y de ver la película de Macario, aquella donde la Muerte muestra al hambriento leñador una humanidad metaforizada en cientos y cientos de velas que se mueven ante la peste y las guerras, que se tambalean, que se prenden y se apagan según la voluntad divina. Todo eso, más que horror, me produce una paz mágica, casi del más allá.