jueves, 8 de noviembre de 2007

El sentido del tiempo

Cuando alguien afirma con poca lógica y contundencia que la televisión es una caja idiota, yo pongo mis más severas objeciones ante varios hechos irrefutables: a) Gracias a la modernidad y la tecnología los receptores han dejado de tener la regordeta silueta de una caja para convertirse en tremendas “varitas de nardo” que caben en los rincones más insospechados; y b) Quien tenga el lujo de recibir (legal o pirata) señales de paga, puede presumir de todo menos de no tener una programación que pone hasta a la ardilla mental más perezosa a correr a todo vapor. En uno de esos ejercicios tan concienzudos del zapping me topé con un estudio bastante extravagante donde científicos y médicos trataban de explicarse el sentido del tiempo que todos los humanos poseemos aún sin tener un reloj.

La idea la detonó un experimento donde un hombre, encerrado e inactivo un X número de horas en un lugar completamente blanco y sin ventanas, registró actividad en su cerebro que lo llevó a determinar un cálculo estimado del tiempo que había pasado ahí, y que sorpresivamente no era del todo errado. Después pasaron las tomografías de otra persona que fue inducida a contar el tiempo que pasaba entre una estimulación y otra, y se reflejó en una parte del cerebro muy cercana a las sienes, la localización de esa bombita contabilizadora. Después ponen otra clase de experimento donde enfrentan a un voluntario a una situación límite para descubrir si verdaderamente, en casos similares, el tiempo puede detenerse.

Todo esto me llevó a la reflexión de que hoy en día el tiempo es un tema de plática frecuente. Que si se va volando, que si ayer fue enero y hoy noviembre, que si no me alcanza para nada, que si el tráfico, que si los niños… En esta realidad todos somos surrealistas conejos blancos que salen de sus casas disparados, dejando a Alicia –impávida- en una habitación repleta de relojes que sólo indican que aquel novelesco animalillo o estaba bastante chiflado o que tenía miedo de quedarse dormido.

Finalmente comprendo que el hombre siempre ha sido esclavo del tiempo, ha vivido regido por las épocas de cosecha, por las salidas del sol, por la luna, por las lluvias. Y debe ser cierto que todos llevamos un cronómetro por dentro, ese famoso “reloj biológico” que tantos sopores nos provocan a las mujeres en, próximas o posteriores a los 30 años que aún no tenemos descendencia.

Los relojes han sido un gran negocio, pero sospecho que aún sin poseerlos la vida seguiría igual. De niña tuve uno divino, muy moderno, con una burbuja y corazones que flotaban para dar la hora hasta que descubrí que a los relojes digitales no les creo (cada quien su chifladura) y mi burbuja fue cambiada por un Snoopy con manitas por manecillas al cuál le creí hasta que se perdió. Lo adoré entonces y lo añoro ahora. Bu.

Con o sin ellos, pienso en La persistencia de la memoria de Salvador Dalí. Relojes escurridos, tiempo irrecuperable, cada uno con su hora, cada uno con sus bichos. Eso según creo, es el verdadero sentido del tiempo.


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