jueves, 1 de noviembre de 2007

¿Quién dijo miedo?

Por asuntos de la naturaleza, el miedo es una parte innata del ser humano. Así como todos traemos necesidades espirituales, de afecto, de sensaciones almacenadas en nosotros cual si trajéramos un chip integrado, el miedo es, al igual que la pasión o el odio, uno de esos sentimientos intensos que generalmente se detonan a partir de una experiencia, y los evocamos con cualquier pequeña chispa: un sonido, una sombra… algo activa nuestro sensor del peligro, los cabellos se nos erizan y nos ponemos en estado de alerta, aunque esta vulnerabilidad culmine siempre en estallidos de risa, de llanto o de locura. Una adrenalina que aun compartida, resulta una experiencia íntima y personal.

Debo advertir al lector que soy, por herencia, genética y humanidad, un ente cien por ciento miedoso. Pensar en situaciones de pánico me pone como beisbolista con 10 carreras en contra, pues al saberme más asustadiza que Scooby Doo evito a toda costa enfrentarme con cualquier indicio cultural que pueda provocarme temor. Así evito a toda costa ir al cine a ver alguna película de suspenso u horror y en la tele paso por alto todos los especiales y asuntos similares que en estas fechas se ponen tan de moda.

Mis primeros indicios de miedo me llevan hasta la casa de mis abuelos maternos. De noche, las sombras, aquella luz tenue que entraba en la ventana del cuarto donde nos hospedaban cuando íbamos de visita, alumbraba misteriosamente la silueta del cuadro del soldado Nazi que mi tío había pintado cuando era joven y que escoltaba, fiel y cruelmente, al búho disecado que estaba junto a él, con sus alas siempre a punto de alzar el vuelo y la mirada rapaz, con la intención de buscar alimento.
Ahora me veo en la casa de mis otros abuelos, que vivieron en una casa construida en siglo XIX que había pertenecido a mis bisabuelos. Aquel lugar tenía un largo pasillo a la intemperie que te llevaba hasta el baño, tenía un pequeño acceso al final para llegar a lo que todos conocíamos como “la otra casa”, otra construcción más vieja donde la familia celebraba las fiestas de Navidad y donde los miles de primitos jugábamos hasta antes de que oscureciera. Todos temíamos a esa casa cuando las luces se apagaban, pues los perros de mi tío dormían ahí y siempre se escuchaba su aullar ante la menor provocación, además de la madera que truena de vieja. Sí. Eso era miedo, angustia, horror.

Aunque el entorno lo determine para mí estas fechas son más de respeto que de terror. Respeto a la muerte, que es lo más desconocido que el ser humano puede siquiera imaginar. Son días pintados del naranja de las mandarinas y los cempazúchiles de los altares, el incienso y el pan, y de ver la película de Macario, aquella donde la Muerte muestra al hambriento leñador una humanidad metaforizada en cientos y cientos de velas que se mueven ante la peste y las guerras, que se tambalean, que se prenden y se apagan según la voluntad divina. Todo eso, más que horror, me produce una paz mágica, casi del más allá.

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