martes, 27 de octubre de 2009

Sincronía


Como no siempre tenemos un diccionario a la mano, muchos de nosotros (supongo) asociamos una palabra o concepto con algo que, sin darnos su definición exacta, nos hace entender su significado. Eso solía ocurrirme cuando escuchaba a alguien hablar de la Sincronía.

Sincronía me remite de manera inmediata a los Juegos Olímpicos, a todas esas chicas con lindos trajes de baño y gorritos simpáticos que al unísono hacen maniobras y acrobacias debajo del agua al ritmo de una misma melodía. Sincronía también me lleva a ese tipo de comida rápida donde dos tortillas con jamón y quesito se "sincronizan". Sin embargo ninguna clase de curiosidad me había llevado al tumbaburros para conocer la exacta definición del término... hasta hoy.

Antes de eso develaré en este espacio un poco de mi historia médica. No es que me encante hablar de mis achaques treintañeros, ni tampoco que intente por todos los medios posibles jugar al Doctor House (perdón, son una fanática sin límite ni cura)... les aseguro que todo tiene su razón de ser.

En mis años mozos solía ser una niñita platicona y curiosa que consumía con tremenda pasión todo producto audiovisual que caía en mi presencia. Las videocaseteras BETA eran la novedad, y Videocentro era un reciente negocio que pintaba para ser el hit de la década. Así mi papá, siempre preocupado por estar IN en rubros tecnológicos, nos rentaba cualquier cantidad de caricaturas y películas aptas para los ojos de sus pequeñas hijitas. Una vez se le ocurrió rentar una animación con un ratoncito que tenía una Aventura Inolvidable, que iba y venía solo por el mundo... oh terrible error! Raquelito lloró de principio a fin porque no podía imaginar que un ratoncito anduviera solo por ahí sin su mamá. Poco después rentó "La araña Charlotte", cuya anécdota es la amistad entre una araña que se convierte en madre y el puerquito de una granja. Segundo terrible error. Raquelito lloró de principio a fin porque las arañitas se quedaron sin su madre y el puerquito quizo cuidarlas.

Angustias de ese estilo fueron los mayores pesares de mi entonces joven existencia. Sinceramente, no recuerdo otra cosa que pudo haber encendido los focos rojos de una neurosis en potencia.

Un día, según cuenta la leyenda urbana, mi mamá fue a recoger a sus hijas de su clase de Catecismo que impartían unas monjitas que vivían cerca de una panadería (eso y el chicle de plátano que pegué en el librito son los únicos buenos recuerdos de aquellas aburridas sesiones). Y justo saliendo de ahí notó que una de sus hijas había sufrido una transformación digna de cualquier circo de fenómenos: Raquelito tenía, de su lado derecho, ojo, boca y dedos de pies y manos completamente inflamados. S.O.S.

Mi pediatra nomás no dio en el clavo, así que luego de algunos episodios similares, de largas pruebas de alergias y de muchos lunes de vacunas (que compartía con mi vecinito Fernando, compañero de batallas y de hermanas mandonas), caímos con un homeópata que usaba los lentes en la punta de la naríz y en las consultas te miraba con la gafa a medias, como si no supiera uno pa donde iban los ojos. Años y años de chochos finalmente acabaron con mi intermitente y lastimero semblante de elefante. Según pintaba la vida, ese era el punto final en el historial médico.

Pasaron los años, cambiamos de siglo, y comenzando el presente mes de octubre sentí unos chispazos extraños en el ojo derecho. Brincaba cual si quisiera rentar un brincolín tres horas para él solito. Al día siguiente ese bailongo se conviritió en pachanga, donde mi ojo y boca del lado derecho se inflamaron cual vil elefantito, como cuando era niña. La hinchazón y yo acudimos al homeópata y me dijo que este era un cuadro nervioso llamado Angioedema y que se transmite de manera hereditaria. Le comenté lo que me ocurría de pequeña y me dijo que era lo mismo, que eran eventos desencadenados por episodios nerviosos. Supongo que mis angustias por los animalitos sin mamá me lo desató en aquel entonces, y ahora es simplemente el resultado de una colitis que afortunadamente se mudó a otro lugar y le rentó la casa vacía a mi antiguo mal.

Ese día de octubre la solución fueron unos chochitos (de nueva cuenta) y muchas ganas de no volverme a sentir así. Pero el mal volvió, solo que ahora del lado izquierdo. Alarmada le llamé al doctor, quien al escuchar mis síntomas me dijo que estos son asuntos de cuidado, pues puede derivar en una parálisis facial. S.O. S. again. Llamen a los paramédicos.

Estando ahí en la revisión le comenté al doctor un sueño que, ante sus palabras, cobraran un extraño sentido. Dos noches antes soñé a mi abuelita materna, acostada en la que fue su cama, con la boca chueca. Lo interpreté como una tétrica señal. Pero cobró más significado cuando mi madre presente en el consultorio trató de hacer memoria ante la insistencia del diagnóstico de que mi achaque es asunto de genes. De pronto, ¡paz! recordó que su tía Luisita, hermana de mi abuelita Raquel, había tenido parálisis facial en las fechas de su boda. Mi cara se horrorizó. Aquello fue una especie de señal, de advertencia, de aviso.

El doctor escuchó aquello y, en su calidad no sólo de homeópata sino de psicólogo, nos explicó que ese tipo de eventos "causales" (adoro ese termino kundereano) se llaman SINCRONÍAS, y tienen más características positivas que negativas. SINCRONÍA es, según lo define la Real Academia de la Lengua, "Coincidencia de hechos o fenómenos en el tiempo". Si nada de esto hubiera pasado, quizá nunca hubiera sabido la definición exacta del término en el buen castellano, que le aporta a mi vocabulario una nueva explicación para fenómenos tan raros como este.

El control de mi estrés, un tratamiento de chochitos, hartas dosis de complejo B inyectado y la sincronía de mi sueño son, según el doctor, las certezas que descartan la parálisis facial en mi caso. Sin embargo mi miedo sigue ahí.

El mapa de nuestras enfermedades y padecimientos está escrito en todos los lugares de nuestro cuerpo, recordándonos que hasta los villanos más temidos tienen memoria y regresan para hacer de las suyas ante cualquier cosa que detone su retorno. Todos los días se aprende algo nuevo, y hoy, definitivamente, tengo muchas lecciones nuevas con las cuales irme a la cama.

viernes, 23 de octubre de 2009

Torta de Bebé



¿Se han preguntado alguna vez el por qué de la expresión "trae torta bajo el brazo" cada vez que una familia está a punto de recibir la llegada de un bebé? No me imagino a las pobres cigüeñas, que bastante tienen con viajar desde tan lejos con semejantes paquetotes en el pico, despidiendo todos los olores de un bolillo relleno de milanesa, de jamón con queso, con pollo y frijoles o ya en el peor de los casos de todos los ingredientes de una torta cubana o de carne al pastor. Y digo, me queda claro que esto es como una analogía de abundancia que casual o causalmente llega en racha cuando un bebé está en camino, pero... ¿por qué una torta? ¿No podía traer un coche bajo el brazo? Quizá eso sería un mayor desafío para las aves parisinas...

El caso es que ante la inminente llegada al mundo de Liosita 2, conocida desde ahora en los bajos mundos como Daniela, mi segunda sobrina, reflexiono con sorpresa que al igual que hace 3 años y medio cuando nació Liosita 1 (Gaby), los tiempos de cambio se han hecho más presentes que nunca, y la vida ha sido realmente generosa con el entorno en general.

Oportunidades laborales, expansión de horizontes, correcta aplicación del concepto Relaciones Públicas, y muchas otras cosas han llegado en calidad de sunami azotando sin reparo cada una de mis facetas (achis! soné como mujer de mucho mundo!)... Lo que no me explico es por qué en este fenómeno no se renueva la paciencia para con los infantes... ¡Eso sí sería de gran ayuda!

Y es que cuando una se siente en la cúspide de su vida laboral, hogareña y hasta sentimental lo menos que se espera es tener una ahijadita con la energía de 5 paquetes de Duracell (y de las pilas gordas) con una elocuencia inesperada y unas ganas de narrar oportunamente todo el acontecer de su vida diaria, emocionada por la llegada de su hermanita y con modos un tanto toscos... pues así es Gabriela, quien a veces cuenta con un sentido de oportunidad tal que provoca que mi escasa paciencia se nulifique en cuestión de segundos.

No, ella no tiene la culpa. Mi desapego con los infantes es cosa añeja. Por eso cuando veo a mi hermana, lidiando con aquel tornado y con la panza redonda como una naranja, me viene a la cabeza la imagen de los famosos dibujos de Quino: Susanita (mi hermana) en todo su esplendor de vida familiar y Mafalda (yo) con trescientas curiosidades en la cabeza, un dejo de impaciencia y, contrario al personaje, con un heredado gusto por la sopita caliente.

Liosita 1 (por algo se ganó ese sobrenombre) es un encanto de niña, pero es, lamentablemente, como todos los niños: LIOSOS. Corre, brinca, salta, abraza, pega, se sube, se baja, se cae, se levanta, se rie, no come, se hace pipí mil veces, imita las malas palabras y adora estar en su castillo de princesa. Y yo me pregunto... ¿Qué será cuando llegué su hermana? Sé por experiencia propia que las menores no somos precísamente peritas en dulce, que queremos hacer todo , TODO lo que nuestros mayores hacen, queremos correr a su ritmo, desarrollamos una especie de ansiedad por estar en su misma frecuencia, en su mismo canal... ¿Ir detrás de dos niñitas pedorras y peleoneras, será acaso mi triste y funesto destino? Tal vez el mundo nunca lo sabrá.

Mientras tanto, en esta ola de parabienes y buenas vibras que la Danielita trae consigo, le pido a la vida también me llegue un poco de ese recurso tan valioso como el petróleo o el agua: LA PACIENCIA, porque si no me temo que cuando llegue, en vez de hablar de la torta que trajo esa bebé, me refiera a la torta de bebé que seguramente me comeré cuando sus travesuras lleguen al límite de mis límites.