miércoles, 16 de febrero de 2005

A mi Toto

Toto
Debo, antes de comenzar a escribir cualquier clase de hilaridad, pedir una disculpa a todo el incauto lector (asiduo o casual) que sin deberla ni temerla padeció mis agruras de las últimas semanas. Todos tenemos nuestras rachas, pero parece que el sol solecito ha salido en mi ventana y su resplandor, tras la tormenta, me enseña un alegre arco iris en las cosas que tengo frente a mí y que son capaces de arrancarme la mejor de mis sonrisas. Es como en películas como “El Mago de Oz” donde se pasa del color al blanco y negro según la situación triste o alegre de Dorothy… Por alguna extraña razón esa cinta siempre me llenó de una emoción indescriptible. Tal vez por los zapatos rojos, tal vez por su historia o tal vez porque Toto, el perrito de la protagonista, me recordaba a otro tierno can al que amé con locura en mis años mozos. Si, debió ser eso.

Pochaquito, la primer mascota que vino a invadir mi hogar de alegría y cosas lindas, tuvo a bien regalarme una nueva felicidad cuando lo cruzamos con una linda galana y de esta unión vinieron al mundo 9 pequeños cachorritos, entre ellos uno medio panzón, con un simpático copete y visiblemente sacado de onda. Él fue el elegido para quedarse bajo mi cuidado y, feliz, decidí que sería el pequeño Toto de esta imaginativa Dorothy.

Totito ha ido creciendo sin parecerse en lo absoluto a su geniudo y consentido padre. Él, por el contrario, es grande, tosco, vivaracho, con unos ojos expresivos, nariz rosada y enormes bigotes. Él saluda, da besos, es alegre, juega a lo tosco conmigo sin enojarse ni gruñir, duerme en mi cama todas las noches (ya es Su cama de perro), ronca, hace diversas poses cuando está acostado, es un poco llorón, aspira todo lo que ve a su paso, ladra como un loco, es travieso y a la vez obediente, es tierno, y tiene una cola que me demuestra lo feliz que es, porque se mueve todo el día sin parar (esta navidad mi papá le amarro un pequeño cascabel y aquello parecía una sonaja ambulante).

A pesar de no ser como Pochaco, que siempre ha sido neuras pero tiene algo que inspira demasiada ternurita, tal vez su quietud o en últimas fechas su vejez, para mí es la mascota que siempre deseé. Cuando comemos y dejamos la puerta abierta, siempre está al pendiente para entrar como relámpago a pepenar lo que queda en la mesa. Lo regaño y se sale, pero no he acabado de dar la vuelta cuando con una carita alegre ha vuelto –sigilosamente- a entrar sin que yo me de cuenta. Es educado en las noches y cuando quiere hacer de la pipí llora hasta que lo escucho y lo saco de la recámara; en las noches de frío se pega a mi cuerpo para darnos calorcito y por su culpa mis cobijas suelen oler a perro todo el tiempo, cosa que no a todo el mundo le hace feliz. Pero a mi él, su compañía, su ternura, su fidelidad y su modo de ser, mucho más parecido al mío cuando estoy de buenas, me hacen ser la Kittotta más dichosa de este universo cada vez que despierto y se acerca a darme un tierno besito,

Mi Toto. El arco iris que siempre está ahí aun a pesar de mis agruras, aún a pesar de un mal día o de una infernal tormenta… él, mi Toto, es el Toto perfecto que siempre pidió esta soñadora y aún muy infantil Dorothy de la vida real.