jueves, 13 de diciembre de 2007

La bodega del duende

¿Alguna vez han perdido algún objeto valioso de la más inexplicable manera? ¿Nunca han pasado por la agonía de jurar por todos los santos del cielo, la luna y las estrellas haber dejado cierta cosa en un lugar y ésta mágicamente aparece en otro sitio? ¿Sabe algún querido lector a dónde se van todas las cosas del mundo que se pierden de siniestras maneras? Si han contestado que si a más de una pregunta, sabré que no soy la única persona que se enfrenta con ira a esas poderosas fuerzas del mal que nos arrebatan nuestros efectos personales. Explicaré.

Según la experiencia me lo ha dictado, hay cuatro posibles razones por las cuáles uno extravía las cosas: a) distracción o descuido, b) robo, c) sonambulismo (y mientras se camina dormido se cambian de pronto las cosas de lugar), y d) un duende maligno. “¿Duende?” dirán ustedes. Sí, duendes, esos juguetones seres mitológicos de orejas puntiagudas.

Desde hace más de 15 años hay escondido entre la tubería y el cuarto de los tiliches un despiadado duende que debe gozar de malsanas maneras los destrozos que causa en esta respetable y navideña casa. Es más, me atrevo a afirmar que ese diminuto sujetillo nos ha perseguido en todas y cada una de las mudanzas que ha vivido esta familia de gitanos errantes. De no ser así… ¿cómo explicar la pérdida de una nutrida colección de videocasetes en formato BETA donde mi hermana y yo atesorábamos especiales de Timbiriche y capítulos de Candy Candy? ¿En qué momento de la vida perdimos nuestra colección de revistas, incluidas algunas Videorisas que tantas carcajadas provocaron?

Pero ahí no ha parado su maledicencia. Cuando mi prima-hermana Liz llegó a instalar sus cosas y su vida con nosotros, el muy malvado le hurtó una sudadera blanca que tanto quería, prenda que duró en Xalapa lo mismo que el Pachuca en el Mundial de Clubes. Así han desaparecido discos, libros, videos, bolsas, zapatos y ropa, principalmente ropa. Tal vez se trata de un duende fayuquero que gusta de rematar nuestros efectos más personales los domingos en el Salón Bazar.

Estos días me cambió de lugar un zapato que tarde semanas en localizar (y eso que quien esto escribe es ultra sangrona con la teoría de tener zapatos regados por debajo de la cama o por doquier); en mi trabajo me raptó un lapicero en un abrir y cerrar de ojos, hace un año secuestró el tenis que el amor de mis amores dejó bajo nuestro árbol esperando sus regalos de día de reyes, y así puedo contabilizar una larga lista de faltantes en el inventario.

¿Descuidos? Tal vez. ¿Robos? Es poco probable que dentro de casa sucedan esas cosas. ¿Sonámbulos? Quizá mi par de peludos canes. Así que sólo queda el Duende, ese tipo al que imagino orgulloso recorrer en escaleras eléctricas la inmensa bodega donde él y sus congéneres almacenan todos aquellos objetos que los humanos perdemos por segundo. Tal vez hasta tengan un espacio destinado a todos esos fajos de billetes que nuestros políticos hacen perdedizos ante la sociedad, ¿no?

jueves, 6 de diciembre de 2007

El deporte nacional por excelencia

Ahí estábamos el amor de mis amores y yo un lluvioso domingo, entre el refresco y las palomitas, a punto de empezar la función de Spider Man 3 en la comodidad del DVD. En eso, mientras agarrábamos postura, se coló uno de esos odiosos comerciales de la mamá y el hijo que compra su diez pirata. “¡Aagggg!” expresé con furia, y ante esta repulsión comenzó una acalorada controversia por tal campaña publicitaria.

Mis argumentos fueron simples: en México estamos acostumbrados a que nos digan “esto es malo”, “¡no lo hagas!” y no hay más. Una campaña como esta sólo nos dice que la gente se ve mal, que los hijos lo pueden aprender, pero… ¿por qué nadie explica, con pelos y señales, la razón por la cuál la piratería es un delito? ¿No se puede, con palabras simples y sencillas, explicar todo lo que hay alrededor de esta práctica que pone en riesgo empleos, negocios y toda una industria completa? ¿Se subestima acaso el poder de comprensión de los niños si tratamos de explicarles qué repercusiones hay al comprarla sin nada más decirle “no lo hagas porque es malo”?. Spider Man voló por New York salvando al mundo mientras yo seguía con mi apasionada ponencia sobre el horror del diez pirata.

Y es que según los datos recién publicados, nuestro país es merecedor del cuarto lugar a nivel mundial en piratería. ¿Impresionante? No. Me impresionó más que pudiera haber alguien que nos rebasara.

Debo decir con franqueza que yo soy parte de las estadísticas de quienes la consumen; si bien no lo hago siempre, si de pronto acudo al puesto más cercano para hacerme de alguna película, sotfware o chuchería que cambia el Hello Kitty por Hello Katty. Pero algo que tampoco dicen en los anuncios esos del diez pirata es que a veces y sólo a veces, este negocio que no paga impuestos y anda impune por esquinas, calles y mercados es el que te provee de un mejor servicio. Ejemplo: Pasé años buscando de manera legal una película de Pedro Infante que tanto me gusta y resulta que aun no salía en formato DVD. Acudí con los piratas y ¿qué creen? El servicial muchachito que me atendió buscó entre todos los changarros hasta que dio con la joya y la tuve en mis manos sin cortes comerciales. Ni menciono la maestría con la que te venden softwares entre esa gente que conoce y aplica tales maravillas de bajo costo.

Claro que la cosa no es únicamente ir a la fayuca a buscar ropa o perfumes cuyo precio original es desorbitante, ver shows de Barneys piratas, comprar medicinas o hasta vinos clonados. Se trata de una red de corrupción que comienza en grandes escritorios, en medio de grandes intereses y que involucra a demasiadas carteras como para mostrar en comerciales todo lo malo de la piratería cuando a esa misma gente no le interesa darlo a conocer. Obvio es que esos misterios jamás los conoceremos y mientras, debemos chutarnos al inicio de cualquier videojuego o película, legal o ilegal, que el FBI nos buscará hasta el cansancio si lucramos con ese material. ¡Ja!