Siempre he creído que mi vida tiene eso que en argot
televisivo se conoce como delay, que no es más que el retraso de una señal
transmitida con respecto a su original. Sí, mi vida siempre ha sido así con
respecto a la de los demás: cuando todas mis hermanas, primas y amigas
comenzaron a tener novios, yo apenas iba superando mis juveniles conflictos
hormonales; cuando todas hablaban de bodas y campanas yo a duras penas tenía
novio; cuando todas cambiaron las pláticas de romance por las de bebés y
pañales, yo decidí vivir sola y aprender de qué se trataba eso de jugar a la
casita pero sin marido de por medio. Tan atrasada he vivido, que cuando todos
los niños de mi generación crecieron al lado de una mascota, yo tuve a mi
primer perro a la edad de 17 años. Delay total.
De la misma manera los aprendizajes esenciales de la
existencia humana me han llegado a cuenta gotas, y pese a que en mi familia
hemos tenido pérdidas irremediables, hoy por vez primera, a mis 33 años, estoy
experimentando con todo el dolor del mundo lo que significa ver partir a un ser
que ha sido parte importante de tu crecimiento, de tu familia, de tu vida.
Tarde, pero no por eso menos intenso.