jueves, 23 de febrero de 2006

Secretos tesoros

“¡Ah como guarda uno tanta porquería!” es una de esas singulares frases que merecen la patente mexicana y que brotan cada vez que, sólo por curiosidad, nos detenemos a contemplar que nuestros hogares se han convertido en auténticos bazares que albergan, además de recuerdos (casi siempre inútiles), nidos de ratas, cucarachas y cuantiosas musarañas más. Doña Valent suspira y admite resignada que ella jamás podría soportar de nuevo el trance de una mudanza, y no tanto por el cambio sino porque la sola idea de empacar en cajas todas aquellas porquerías que se han ido acumulando por inercia es una tarea titánica de colosales dimensiones que de solo pensarlo inspira al agotamiento prematuro.

En un día de escombro, contemplé con atención la colección de figuras e imágenes de búhos que los padres Valent solían presumir. Recuerdo que un primo ocioso tuvo a bien contabilizar todo lo que en casa tuviera algo que ver con estos alados sabelotodos... ¡incalculable¡ Vaya, hasta en el bote de basura los teníamos.

Por alguna extraña razón, desde niños se nos inculca el mal hábito del consumismo so pretexto de que una compra nos trae cierto placer. No es que me pronuncie en contra, más bien me maravilla la capacidad que ante esto se nos desarrolla por encontrar artículos con los que nos podemos identificar, a los que les atribuimos poderes para la buena suerte; pueden ser meros objetos o determinada figura, pueden ser grandes o pequeños, extravagantes o comunes. Uno desde niño se detecta (o se crea) afinidades que poco a poco se ven fomentadas hasta derivar en aquello que llamamos Colección.

¿Que qué puede coleccionar alguien con un poco de dinero y muchas ganas de invertirlo en sí mismo? Infinidad, una infinidad de cosas que el incauto lector seguramente se responderá basándose en la experiencia personal o en lo que puede ver entre amigos o conocidos. Incluso esto de las colecciones es como ir a submundos: en una familia puede haber colección general de búhos (caso Valent) pero por su cuenta mi abuela coleccionaba ranas y mi mamá discos de acetato de su juventud. Kittotta coqueteó entre tener muchos lapiceros de todos colores y estampas de sudorosos jugadores basquetbol y los protagonistas de Beverly Hills, hasta rendirse a los pies de la parafernalia de la Hello Kitty y toda su flota... Ahora que hago este recuento sucinto, comprendo que uno tiene tal capacidad de tener, de poseer, de presumir, que fácilmente se pueden llevar más de tres de diversos tópicos, todas por razones diferentes. Yo colecciono estrellas por una cuestión emocional que viene desde mis años mozos, también me he autoimpuesto el reto de conseguir todas las versiones que existan de la canción “Over the rainbow” (la emoción de la búsqueda no tiene precio) y, podría decir que por herencia, colecciono papeles inservibles y polvo, mucho polvo.

Las colecciones... secretos tesoros materiales tan personales, tan nuestros, que en algún momento adquieren un valor incalculable en nuestro corazón, y en cualquier momento también lo adquieren en el mercado de los locos... Lo que si es que... ¡ah como ocupan espacio y acumulan polvo y más polvo! Y los mexicanos que nos pintamos solos para hacer del hogar un catálogo de variedades...

jueves, 16 de febrero de 2006

Una que otra licencia

Kittotta pertenece a una generación que, como todas las que le preceden y anteceden, se divide entre aquellos quienes se desviven ante las tendencias de ocasión y aquellos que simplemente no creen en lo que el capitalismo y sus modas globalizadas le ofrecen a una sociedad habida de gastar su dinero en insulsas pequeñeces.

Estos sentimientos suelen aflorar entre los de la última especie en celebraciones tales como la Navidad o el Día de San Valentín, donde al parecer de la mercadotecnia es imperante expresar “los buenos sentimientos” comprando toda clase de chucherías inútiles que más que decir “te quiero” suelen arrumbarse tras la emoción en algún cajón olvidado, o en el peor de los casos generando altas cantidades de polvo extra al que siempre se acumula. Así pues, durante muchos años de mi vida me proclamé acérrima enemiga del comercio manipulador de fechas y navegué feliz con tal bandera… hasta ahora.

Por cuestiones meramente laborales que sacian por completo mis más inauditas curiosidades, el tema de la alegría me ha rondado a la cabeza como abeja en costal de azúcar. Sí, la alegría, la risa… esa solución tan gratuita y alcanzable que tenemos los humanos para mejorar nuestra calidad de vida y que tan relegada hemos dejado.

La risa, sin tanto preámbulo, es el peor enemigo al que los aparatos de poder se enfrentan, quizá por eso ha sido tan acallada y censurada. Y es que la risa, al igual que el conocimiento, nos hace sentir bien, a gusto, nos libera de toda represión. Riendo olvidamos en fracción de segundos lo que hay a nuestro alrededor (de hecho, y si no me creen hagan la prueba, al momento de soltar sonoras carcajadas la mente se queda en pausa). Así, como en cadena, si sabemos reír a dosis diarias veremos la vida de otra manera, entonces podemos ser más sanos y felices y esos extraños mandatos que el poder denomina como la cultura del sufrir para merecer quedarían en segundo término ante una sociedad que simplemente le pondría una mejor cara a lo que podría parecer “una calamidad”.

Y bajo estos lineamientos (y el influjo de una lectura feliz que propone la utopía de una sociedad regida sólo por el amor y no por el capital) decidí que mis conceptos moralinos sobre el día del alado Cupido merecían cederme algunas cuantas licencias liberadoras. Y así, me entregué a los brazos de una celebración que, lejos de su visión comercial, tal vez no llegue a sonar tan vacía después de todo, pues en el entendido que vivimos en un mundo lleno de pestes, de guerra, de violencia, de gobernantes y magnantes sin escrúpulos; en un mundo donde cada vez más hemos olvidado que reír nos hace felices (y la felicidad nos trae amor, a los demás y a uno mismo), dedicarle un día al vitorear la cursilería no es tan descabellado. Aunque ojalá esta práctica no fuera sólo de una fecha…

Así pues, el pasado 14 de febrero salí al parque de la mano de mi novio, quien tuvo a bien obsequiarme un enorme globo de corazón (los globos de cualquier tamaño y color son mi debilidad) y caminamos de la mano… Finalmente no hay que reprimirse de nada en esta vida, y para ser cursi (y así más feliz) ¡menos!

jueves, 9 de febrero de 2006

Abrir y cerrar (II)

Una vez más en domingo. Una vez más comenzó el movimiento desde temprana hora. Una vez más la espera en una fría sala de hospital. Una vez más en vísperas de un puente festivo. Una vez más, la familia Valent se comía la uñas, se tronaba los dedos, se unía y se fundía en la fatal incertidumbre. Una vez más, fuimos testigos de cómo los ciclos se abren de la misma manera en la que se cierran, y así como todo se asemejaba a aquel día de mayo en el que murió mi abuelita Raquel, ahora el arribo de la Gaby a este mundo cruel nos puso paradójicamente en momentos y escenarios similares.

Primerizos todos en la materia, al igual que como sucedió cuando doña Raquel fue internada por una inexplicable neumonía, despedimos con pañuelos blancos a la primogénita Valent, quien salió del cuarto hacia el quirófano ataviada con una inmunda y ventilada batita trepada en una camilla donde osaron forrarla de cobijas, como si tras la puerta los enfermeros descubrieran el mismísimo Polo Norte. Entraron y un foco rojo (¡yo lo vi, yo lo vi!) se encontraba encendido. Nadie dijo nada. Y entonces pasaron las horas... En mi cabeza retumbaba la siniestra musiquita que tortura a los concursantes del Jeopardi! cuando están al final del concurso y deben concentrarse para escribir la respuesta correcta, ir contra reloj, razonar lo que dicen, y de pilón recordar que una cuantiosa cantidad de dolaritos está a punto de escaparse de sus manos... Los minutos se vuelven horas, años, siglos...

Un camillero entró y salió sin ningún empacho. Nadie decía nada. El segundero se ahogaba en gritos a un mismo ritmo. Nadie decía nada. La luz roja seguía prendida. Nadie decía nada. Kittotta, siguiendo los sabios consejos de su cuñado el Chimbombo (de quien especulamos cualquier cantidad de desmayos durante la operación), buscaba una dosis extraordinaria de chisme barato farandulero, esperando con ello saciar la angustia...Es imperante recomendar en los hospitales atendidos por religiosas que tengan en sus salas de espera variedad más desestresante que "La liturgia del día" o "El santoral 2006"... y nadie decía nada.
Pasaron dos horas (y más de 15 uñas comidas) hasta que nos dieron razón alguna: ¡La bebé había nacido! Después de eso lo demás fue como de rutina: mi hermana salió primero, forrada de nuevo en sus cobijas y sin hilar ni cuánto era 7X8, luego la recién nacida (demostrando sus noveles cualidades vocales) salió en el cunero siguiendo a su mamá y al final el Chimbombo, ni desmayado ni cuerdo, pero en pie, que era lo importante.


Una vez más, los Valent reaccionamos de manera diferente, cada quien según "su propio estilo". Una vez más, un evento reunió a la familia y la gente querida. Una vez más los celulares sonaron, las visitas no cesaron, los abrazos no faltaron. Una vez más se comprueba la importancia de los ciclos, de lo que se queda detrás y de lo que llega para cambiarlo todo para siempre. Abrir y cerrar. Vidas que vienen, vidas que van. Antes Raquel nos dijo adiós. Ahora Gaby nos dice hola. Así es la magia de la naturaleza que envuelve al ser humano, aquella que nos hace complejos, extraordinarios, amorosos, inexplicables, increíbles...

Página Oficial de Gaby
http://spaces.msn.com/chimbombita

jueves, 2 de febrero de 2006

Abrir y cerrar (I)

El 30 de noviembre del año 1991 la familia Valent recibió con singular alegría a su nuevo miembro motorizado; ese día, el señor y la señora Valent llegaron a casa montados en un reluciente auto Golf color azul gris cuyos claxonazos al aire presagiaron los buenos momentos que todos, familiar y particularmente, viviríamos junto a él. La historia de este auto no puede ser distinta de la historia de todos los autos familiares que pasan con sus dueños más de 15 años: ven crecer a los niños, estos ahora adolescentes aprenden a manejar en él, transporta a los amigos de los ya jóvenes, los lleva a la universidad, luego a las borracheras, y en todo ese trayecto traslada a la familia a distintas ciudades, pueblos y cualquier otro lejano lugar. Así fue nuestro querido Andy (bautizado así por el día en el que llegó): servicial ante todo. Y como en la familia Valent desde la ropa hasta los carros se pasan de elemento en elemento de manera jerárquica, Kittotta fue la última de todos en hacer suyo este pequeño gran vehículo, y aunque para muchos el aprecio hacia las cosas materiales es algo que simplemente está de más, para mí Andy significó no sólo mi primer medio de transporte: fue un objeto que cobró vida, se volvió mi cómplice, mi amigo, el ser que a diario me abría sus puertas...

“Todo por servir se acaba” versa un dicho popular, y el pequeño gran Andy no pudo ir contra esa corriente: Con mucho sentimiento de por medio se tomó la decisión de ponerlo a la venta para mejorar en esos pequeños detalles en los que él ya no podía rendir, y así, casi de inmediato, un comprador llegó y en un abrir y cerrar de ojos nuestro querido Andy se fue para poner a rodar la vida de otra familia y no volver nunca más.

No lo voy a negar: yo lloré mucho. Pero el hecho que más me pudo fue la inmediatez de una despedida anunciada que no me permitió la solemnidad planeada para este propósito. Ante la prisa del interesado, decidí que una vez que viera la unidad (¡que impersonal es nombrarlo así!), tendría de plazo un par de días para realizar “mi ritual del adiós”, que consistiría en tomarme algunas fotos en él, sacar poco a poco mis objetos personales y quitar con sumo cuidado las calcomanías que le dieron un poco de mi propia identidad. Sin embargo el día de la cita llegué a la cochera observando con horror que todo ya estaba afuera, que las llaves ya no tenían su llavero, que de la noche a la mañana Andy dejó de ser mío para convertirse en una unidad a la venta. El trato se finiquitó en un par de horas, y a la exigencia de una orden paterna, arranqué con furia mis calcomanías... Después le mostré al comprador cómo desactivar la alarma (una maña que solo yo le conocía) y me di la vuelta consternada, enojada, irritada: no era sólo por la venta apresurada, era porque me sentí despojada de un ritual que me permitiría cerrar, con toda la dicha que fuera posible, el feliz ciclo que se abrió hace 15 años. Se trata de esa individual práctica de cerrar ciclos. Importante, necesaria, obligatoria. Tan urgente de celebrarse como cualquier rito de iniciación, de bienvenida. Decir adiós en paz es la gran respuesta para cualquier término de relaciones sentimentales entre hombres, entre mascotas y entre objetos tan comunes (y solo por eso tan nuestros) como una casa o un auto... Si lo sé, es más práctico cambiar, renovar, pero es igual de imperioso saber despedirse con orgullo del pasado... Cuestión de enfoques... Cuestión de rituales... ya lo creo que si.