jueves, 16 de febrero de 2006

Una que otra licencia

Kittotta pertenece a una generación que, como todas las que le preceden y anteceden, se divide entre aquellos quienes se desviven ante las tendencias de ocasión y aquellos que simplemente no creen en lo que el capitalismo y sus modas globalizadas le ofrecen a una sociedad habida de gastar su dinero en insulsas pequeñeces.

Estos sentimientos suelen aflorar entre los de la última especie en celebraciones tales como la Navidad o el Día de San Valentín, donde al parecer de la mercadotecnia es imperante expresar “los buenos sentimientos” comprando toda clase de chucherías inútiles que más que decir “te quiero” suelen arrumbarse tras la emoción en algún cajón olvidado, o en el peor de los casos generando altas cantidades de polvo extra al que siempre se acumula. Así pues, durante muchos años de mi vida me proclamé acérrima enemiga del comercio manipulador de fechas y navegué feliz con tal bandera… hasta ahora.

Por cuestiones meramente laborales que sacian por completo mis más inauditas curiosidades, el tema de la alegría me ha rondado a la cabeza como abeja en costal de azúcar. Sí, la alegría, la risa… esa solución tan gratuita y alcanzable que tenemos los humanos para mejorar nuestra calidad de vida y que tan relegada hemos dejado.

La risa, sin tanto preámbulo, es el peor enemigo al que los aparatos de poder se enfrentan, quizá por eso ha sido tan acallada y censurada. Y es que la risa, al igual que el conocimiento, nos hace sentir bien, a gusto, nos libera de toda represión. Riendo olvidamos en fracción de segundos lo que hay a nuestro alrededor (de hecho, y si no me creen hagan la prueba, al momento de soltar sonoras carcajadas la mente se queda en pausa). Así, como en cadena, si sabemos reír a dosis diarias veremos la vida de otra manera, entonces podemos ser más sanos y felices y esos extraños mandatos que el poder denomina como la cultura del sufrir para merecer quedarían en segundo término ante una sociedad que simplemente le pondría una mejor cara a lo que podría parecer “una calamidad”.

Y bajo estos lineamientos (y el influjo de una lectura feliz que propone la utopía de una sociedad regida sólo por el amor y no por el capital) decidí que mis conceptos moralinos sobre el día del alado Cupido merecían cederme algunas cuantas licencias liberadoras. Y así, me entregué a los brazos de una celebración que, lejos de su visión comercial, tal vez no llegue a sonar tan vacía después de todo, pues en el entendido que vivimos en un mundo lleno de pestes, de guerra, de violencia, de gobernantes y magnantes sin escrúpulos; en un mundo donde cada vez más hemos olvidado que reír nos hace felices (y la felicidad nos trae amor, a los demás y a uno mismo), dedicarle un día al vitorear la cursilería no es tan descabellado. Aunque ojalá esta práctica no fuera sólo de una fecha…

Así pues, el pasado 14 de febrero salí al parque de la mano de mi novio, quien tuvo a bien obsequiarme un enorme globo de corazón (los globos de cualquier tamaño y color son mi debilidad) y caminamos de la mano… Finalmente no hay que reprimirse de nada en esta vida, y para ser cursi (y así más feliz) ¡menos!

No hay comentarios.: