martes, 2 de diciembre de 2003

La reina de la manada

Tal vez nunca haya encontrado el momento idóneo para confesar un pequeño y turbio secreto con el que cargo desde mis más remotos años de existencia. Puedo decir que fue algo hereditario, puedo justificarme hablando de las condiciones geográficas que imperaban en el lugar donde pasé 9 años de mi niñez, puedo incluso acudir a algún círculo de terapia y autoayuda a desahogar mi pena pero, desafortunadamente, esto de lo que les hablo no es algo que me pese o de lo cual me avergüence. Al contrario.

Desde que tengo uso de razón soy, en todo el extenso sentido de la palabra, una teleadicta. Si, lo soy, y quizá a veces peco de no ser nada selectiva. Series, programas unitarios, noticiarios, revistas matutinas, proyectos culturales, partidos deportivos, caricaturas, reality shows, canales de videos, documentales, programas de chismes… ¡hay tanta variedad! Pero un género que he seguido muchas veces de manera clandestina, muchas otras abiertamente y sin ningún pudor es el de la telenovela. Mientras mi mamá tenia prendida la televisión mientras hacia sus quehaceres de mamá, los cuales acompañaba con ese maravilloso zumbido que emite semejante aportación del siglo XX a la humanidad, yo, escondida detrás de un sillón, me recetaba todas las telenovelas que por mi corta edad me estaba estrictamente prohibido admirar.

Así recuerdo haber visto muchas historias, desde “Marionetas” hasta “La indomable”, pasando por “Bodas de odio”, “Guadalupe”, o “Principessa”. Pero definitivamente la telenovela que marcó mi vida con tinta indeleble fue, sin duda, “Cuna de Lobos”. Creo que no sólo a mi. Toda una generación ha almacenado, en una especie de memoria colectiva, los más terribles gestos de una mujer malvada, sin sentimientos ni escrúpulos, capaz de matar a sangre fría sin sentir el más mínimo remordimiento, y la cuál, para aumentar el temor hacia su persona, era rica, era elegante, era manipuladora y era tuerta.

Catalina Creel fue el personaje que llegó a mitad de los años ochentas, y llegó para quedarse. Esa licencia literaria que le permitía llevar un arma en el bolso, disfrazarse para matar a diestra y siniestra, provocar incendios, descomponer aviones provocando accidentes, envenenar despiadadamente a su propio esposo con el jugo de naranja, enterrar cuchillos, tirar a alguien a la alberca al mismo tiempo que arrojaba la podadora… Ayyy Catalina… Una exquisita maldad que inspiró a escritores, actrices, mujeres ricas deseosas de poder y alguno que otro curioso que la toma de pretexto para realizar sus trabajos recepcionales.

Con la autoridad que me dan mis años y años de ser fan del género melodramático, puedo asegurar que “Cuna de Lobos” ha sido el parteaguas que determina la maldad de ahora y la del ayer. También puedo asegurar que no hay nadie que, como personaje, haya podido igualar a una mujer que con un parche simbolizaba algo más que supremacía y poder. Catalina Creel, aquella que me enseñó el verdadero significado de la palabra “maldad”, aquella quien me hizo admirar a las villanas en todo su esplendor, aquella que me enseñó a ver que todos, muy dentro de nuestro ser, llevamos dentro a una Catalina Creel… aunque sea en la cabeza. ¿Acaso no?

miércoles, 29 de octubre de 2003

Muerta por dentro… pero de pie como un árbol

Hace algunos años conocí a una amiga con la cual me encanta platicar. Un día, al calor de una cajetilla de cigarros mentolados, hablamos sobre nuestra feliz infancia y los éxitos y logros que en ella habíamos alcanzado. Mi amiga me contó sobre su experiencia máxima: ser “Mi bella Dama” en una obra escolar. Lo narraba con tal orgullo que mi única reacción fue la de bajar la mirada y cambiar, abruptamente, el tema de las actuaciones kindergardescas.

Una noche del pasado septiembre, un agradable grupo de personas nos reunimos en una cena donde festejábamos el cumpleaños de mi jefa. Ahí, en medio de la charla, salió el tema de las proezas realizadas en nuestros años de juventud. Las anécdotas resultaron ser de todo tipo (y de todos sabores, como aquella del “juguito de piña”)… sin embargo yo, de nuevo, volví a la remembranza que en esta ocasión no tuve más remedio que contar.

Cuando estaba en tercero de kinder las maestras de mi escuela, en pleno frenesí disneylandesco, tuvieron a bien montar una pequeña e ingeniosa obrita para celebrar la llegada de la primavera. Imagino que luego de una búsqueda exacerbada, las educadoras, comprometidas con su labor formadora no sólo en el ámbito del saber, sino también en artístico, concluyeron que presentar “Blanca Nieves y los siete enanos” resultaría la mejor opción.

Una vez elegido el cuento, se procedió a realizar el casting. Uno de los primeros en obtener su papel fue Ricardito… -¡Ahhhh!- suspiré yo. El hecho de que Ricardito interpretara al Príncipe invitaba a más de cinco nenas a desgreñar a quien fuera con tal de ser “su” Blanca Nieves. Esto, sin embargo, no pasó por las mentes de las agradables “misses”. Supongo que tampoco consideraron las amplias trayectorias que algunas de nosotras ya coleccionábamos a tan corta edad (para ese entonces tenía en mi haber algunas rondas y poemitas exhibidos con mucho éxito). No. Aquello debió haber sido una cuestión de sabotaje, chantaje, extorsión, tal vez alguna amenaza con el robo de quincenas o esquizofrenias de por vida en el salón de clases. Nadie lo sabe. El punto es que Adrianita (aquella pedante escuincla de zapatitos de charol, caireles falsos, calcetas con encaje y faldas escolares cortas, muy cortas) de manera inexplicable, obtuvo el gratísimo placer no sólo de ser la protagonista del minicuento de hadas, sino que, cual si fuera un trofeo altamente codiciado, obtuvo también el honor de ser quien recibiera ese nada fingido beso que Ricardito, en su papel de príncipe, estaba obligado a dar a la somnolienta Blanca Nieves.

Debo mencionar, por otra parte, que finalmente yo si salí en la dichosa obra escolar. No fui la protagonista, pero no quedé fuera de la escena. Puedo incluso decir que mi papel lo representé dignamente, con orgullo, con la fortaleza que el personaje me demandaba. Salí ante decenas de emocionados padres de familia en el humillante papel de árbol: frondoso, verde, acartonado, estático; un árbol que sumamente alejado del lecho donde dormía Blanca Nieves observó triste la escena de aquel beso tan anhelado. Así fue como di por terminados mis sueños de sobresalir en la actuación (y de estar al lado de Ricardito)… muerta por dentro, pero, literalmente, de pie como un árbol.