jueves, 11 de octubre de 2007

Instrucciones para pelear

Cuando mi hermana y yo éramos chicas, como todos los hermanos del mundo, peleábamos a morir por las cosas más absurdas del planeta. Un veraniego día, frente a las azules aguas del caribe, un profeta disfrazado de adolescente nos vaticinó que un día, así de pronto, creceríamos y los pleitos cotidianos ser esfumarían por arte de magia. Aquel imberbe sabio que compartió con nosotros una cevichada de antología no se equivocó. Las peleas se fueron, aunque una de vez en cuando reaviva ese fuego fraterno que nos une.

Alguna vez Julio Cortázar tuvo a bien legarle al universo un magistral manual que nos enseñó paso por paso a llorar, a cantar, a subir una escalera o incluso a cómo tener miedo. Se le escapó hacer un instructivo para pelear.

Pelear es un arte. Debe tenerse toda la inteligencia, toda la sagacidad, toda la delicadeza para pelear de la manera más fina posible. Cuando uno es niño y pelea con su hermana nada se sabe sobre sutilezas: en mi caso cuando una mordía la otra pellizcaba, cuando una desgreñaba la otra aventaba hasta las chanclas sobre la otra. Claro que el enojo duraba, a lo mucho, 15 segundos. Siempre después de cada agarrón, y de que cada combatiente se encerraba en sus buhardillas a rumiar sus corajes, una cartita se deslizaba debajo de la puerta, con algún dibujillo simpático o un simple “¡Perdón!” y la promesa de nunca más volverlo a hacer… al día siguiente la escena se repetía y así fue la historia de nuestra niñez.

Pero cuando uno va creciendo se aprende que las demás personas también son óptimas candidatas a un round de vez en cuando. En la pubertad son los padres, luego los amigos, luego los amores. Luego los peatones que se atraviesan mal las calles, o los conductores que no ven el semáforo, o el perro que alborota a los tuyos, o el vecino que deja su basura en la esquina cuando ni la campana ha tocado. Es fácil irritarse con el mundo pero… ¿de verdad sabemos cómo pelear?

Yo suelo ser como mis perros: cuando me provocan soy muy gallita pero a la hora de los catorrazos salgo corriendo. Creo que sólo con mis papás tengo los argumentos suficientes para una acalorada defensa. En primero de secundaria una iracunda fulanita me la armó de tos por una insignificancia y hasta el día de hoy me arrepiento por no haberle dicho sus verdades y, por el contrario, quedarme petrificada mientras ella escupía sus juveniles venenos hasta por los zapatos.

Y aunque dicen los expertos que pelear es tan normal y sano para las relaciones humanas y la convivencia común (inclusive en alimentar el morbo que da ver a alguien pelear hasta con los sartenes), es un arte decir lo que se quiere decir sin herir a nadie, puntualizando sólo los asuntos importantes. Cuántos amores, cuántas amistades, cuántos familiares se han perdido por una riña mal llevada.

Si Julio Cortázar hubiera escrito tal instructivo juro que hubiera muerto millonario. Ahora debemos pagar terapias para saber cómo hacerlo mejor... por que dejar de hacerlo, ¡jamás!

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay duda alguna en lo que dices, sólo faltó comentar que cuando estas de espectador en una pelea y no sabes quién es el que tiene la razón, es mejor aparentar estar dormido... jajaja recordando viejos tiempos...