miércoles, 18 de febrero de 2015

"Nunca sabes lo que tienes... hasta que te toca hacer mudanza"

Encontré esta singular frase mientras buscaba tutoriales para mudanzas, puesto que en estos días hay instrucciones y consejos para prácticamente todo lo que a uno se le ocurra, y en los días siguientes esas palabritas no dejaron de resonar en mi cabeza, entre mi hartazgo por llenar cajas interminables, el polvo, la implacable humedad y las miles de bolsas de basura que mágicamente se reproducían como Gremnlins bajo el agua (como bien me lo advirtió mi amiga Sailorita).

Una mudanza suele ser, sin lugar a dudas, todo un acontecimiento. Para algunas personas que tienen espíritu nómada se convierte en parte de su vida, en una oportunidad para aprender a viajar ligero de bienes materiales y ligero de apegos emocionales. Cuánta envidia. Sin embargo para otro grupo de personas más bien sedentarias y que se acercan peligrosa y silenciosamente a la categoría de acumulador compulsivo, una mudanza resulta un reto de épicas proporciones. Lo cierto es que en cualquiera de los casos viene acompañada de un movimiento de energías que repercute, créanlo o no, hasta en un cambio de ánimo. 

En mi familia las mudanzas no eran comunes pero tampoco fueron escasas. Mi propio nacimiento vino acompañado del estreno de una flamante casa (o viceversa), y desde entonces la cuenta iba en 3 cambios de ciudad y un promedio de dos mudanzas en cada una de estas ciudades. No es que fuera gran cosa, pero cuando los muebles son harto pesados y las chucherías incontables, sí ameritaba darle un poco de importancia al asunto. Y bueno, algo que se volvió una tradición familiar fue rendirle honores a aquellos objetos que nos trajeron alguna especie de beneficio. Por ejemplo, casi todos nuestros carros han tenido nombres propios, y cuando se vendían le hacíamos su pequeño ritual de despedida; lo mismo ocurría con las casas, en donde era importante recordar y agradecer el techo y todo lo que ahí se vivió. 

La mudanza que más recuerdo por el impacto que provocó en mi fue, sin dudarlo, aquella de marzo de 1990, cuando salimos de la ciudad de Oaxaca para vivir en Xalapa. Recuerdo el momento de vaciar mis cajones y guardar en cajas mis preciadas pertenencias (¿qué pudo ser tan importante para una niña de 10 años que su diario, sus cuadernos de dibujo y sus muñecas?), y el hecho de que desafortunada o afortunadamente mi temprana exposición a las múltiples telenovelas que ya había consumido a esa edad, provocó que pusiera más sentimiento en aquellos eventos de los que realmente era necesario. Así que literalmente, durante esa mudanza y de manera imperceptible pero importante, me azoté por todas y cada una de las esquinas de esa casa, rayé las paredes para dejar mi infantil marca a las futuras generaciones que la habitaran, escuchaba un fondo musical de violines en mi cabeza al recorrer por última vez aquel lugar y fue tal el impacto que hoy en día sigo soñando de manera constante la sala, el comedor, mi cuarto y el jardín. Les digo, la exagerada deformación melodramática no tuvo límites ni fin, además (claro) de que sí fue un evento fundamental para la familia y todos y cada uno de sus miembros. Pero esa es otra historia. 

La segunda mudanza importante de mi vida fue un asunto más bien de decisión: en julio de 2009 (por fin) entendí que ya estaba yo bastante chamacona como para seguir viviendo en casa de mis padres y emprendí la aventura de la vida en solitario. Aquí no había muebles pesados pero, al igual que los juguetes y los cuadernos, aquí las cosas importantes fueron libros, fotografías, y el entusiasmo por haber encontrado un espacio amplio que se fue llenando de amor pero también de las cosas prestadas por mi mamá, como ollas y vajillas, y otras cosas que cual si fuera una hormiguita fuí llevando de una casa a la otra. Y detallitos, y papelitos, y babosaditas miles que cupieron en los múltiples huecos disponibles. 

Y la tercera acaba de ocurrir hace tan sólo unos días. Y vaya que fue intensa. En casi seis años esos huecos que de origen parecían inmensos se llenaron de mugre, polvo, y cosas tremendamente innecesarias para la vida cotidiana. Vaciar una casa semiamueblada podría parecer una tarea fácil, pero, créanme, no lo es para alguien que guarda mugres por montón. Se requirió de una maratónica semana, varias manos ayudantes, y mucha, muchísima paciencia. Pero la cosa tenía que suceder así o de plano no iba a suceder: recuerden amados lectores que quien esto escribe es de apegos severos y melodrama en sus venas, así que desde un mes antes los violines melancólicos se escuchaban constantemente en mi cabeza, sentía nostalgia anticipada por el lugar que todavía habitaba, e imaginé que empacar cada una de mis pertenencias sería algo que viviría en cámara lenta y con lágrimas en los ojos. Pero la verdad fue otra. Aunque mi plan de mudanza era inevitable, la fecha se movió de un momento a otro, y me vi forzada a darme una semana de plazo para que no hubiera lágrimas entre las cajas ni violines de por medio. Y así, cual programa del Discovery Home and Health, las manos ayudantes y yo movimos, tiramos, regalamos, reciclamos y acomodamos. Y entonces las palabras de "nunca sabes lo tienes hasta que te toca hacer mudanza" me zumbaron en los oídos como mosquito necio en una noche de insomnio. 

Y hubo muchos aprendizajes en el proceso: al ser esta mi primera mudanza de casa en mi vida adulta (digamos que salir de casa de los papás no cuenta mucho porque se va uno prácticamente en ceros), aprendí que no debo guardar tanta cochinada sin justificación, aprendí que una mudanza es una oportunidad para cerrar ciclos, para soltar y dejar ir; aprendí que los momentos felices y tristes ahí vividos se quedan en mi memoria, no en las paredes, ni en la chimenea. Aprendí que se vale hacer despedidas de los lugares, pero que el melodrama lo debo y tengo que canalizar en mis estudios y no en mi vida (bueno, al menos en dosis menores). Aprendí que no puedo separarme de mi esencia de decir adiós y ser agradecida, pero que la vida sin apegos se vuelve mucho más ligera, y por ende, mucho mas feliz. Aprendí que en cualquier espacio, por chico o grande que este sea, caben mis rutinas cotidianas. Aprendí a que las cosas que se hacen con amor, con amor se pagan. 

Ahora estamos (porque en esta mudanza ya hubo hasta mascota, la amable Tokotina), momentáneamente en un espacio más reducido pero lleno de amor e ilusión. Regresamos a la casa paterna, estamos pero no estamos, y en lo que asimilamos este tsunami emocional nos preparamos para lo que viene, que será mucho más intenso, mucho más impresionante, mucho más feliz. Este periodo es, como dice la canción, sólo un compás de espera y nada más mientras esperamos emigrar hacia vientos nuevos y calores desconocidos. Mientras tanto debo enfatizar la emoción que me llenó la garganta y los ojos al escuchar el eco de mi voz por última vez en ese espacio vacío, en la que fue mi primera casa en solitario, en mi casa de Pitufos, en la casa de gatos y pulgas, en aquella donde recibí por seis años a grandes amigos, en donde cantamos, celebramos, platicamos y también lloramos; donde aprendí del desamor y del amor en todas sus nuevas expresiones; donde leí, conocí, y me superé; donde aprendí a ser yo mientras comía la insípida comida que me animaba por primera vez a cocinar, donde aprendí a convivir lo mismo con vecinos gargajientos que amables; donde supe sortear dilemas domésticos y a pagar mis cuentas mensuales. Las casas en sí no nos hacen quienes somos sino la responsabilidad que ello confiere, y lo único que puedo decir es que tuve el gusto de hacerme responsable en un espacio feliz, muy a mi estilo, que tuve la oportunidad de compartir con mucha de la gente que amo. 







Así pues, se cierra un ciclo más en mi vida, y ya voy a dejar de escribir porque los violines suenan y resuenan en mis oídos... ¡paren esta policromía melodramática, por piedad! 

2 comentarios:

Unknown dijo...

Enhorabuena mi querida comaita, los cambios siempre dejan algo positivo, en esa madurez e ilusión que te abriga esperamos vientos positivos, disfruta al máximo cada momento.
¿Qué seríamos sin esa melancolía y melodrama?Estaríamos dejando parte de nuestra esencia. Gracias por compartir con mi familia tu casa de pitufos.
Mis mejores deseos, TQM. Alma.

Ra dijo...

¡Comaíta! Gracias por tus palabras y por todos los buenos deseos. Con todo mi corazón comparto los lugares que habito con la gente que quiero, donde sea :)

Un abrazo fuerte, te quiero mucho!