miércoles, 17 de agosto de 2005

Caravana kittacional 2



Cuando uno viaja debe estar dispuesto a verlo y vivirlo todo. Aunque las experiencias no pueden ser demasiadas en una semana de apretadísima agenda, con la familia nunca se sabe. En esta segunda entrega me dispongo a relatar la última parte de mi andar por los centros que retumban la tierra azteca, recorridos en toda clase de democráticos y comunes medios de transporte y no el alfombras mágicas, aclarando el punto por si el incauto lector sospecha que mi persona es gente exquisita que no sabe ni treparse en un pesero.

Una vez sometida a actividades propias de los infantes intrépidos, como correr entre la milpa y jugar sube y baja en una especie de remolque que me dejó carente de todo atractivo visual trasero, el resto de mi estancia en ese pequeño pueblo llamado Alfajayucan, tierra donde mis ramas familiares comenzaron a crecer, fue mucho más grato. El hecho de que la casa donde me hospedé sea también una pastelería lo dice todo: degusté chocolate y pastelillos como si jamás en la vida hubiera probado alguno. Además debo mencionar lo consentida que siempre me hacen sentir en casa de mi tía Chelo, donde mi paquete de salchichas y mi salsa catsup no faltan jamás cuando saben que llego de visita. Al final, una pausa en el tiempo: el silbido del viento que se escucha siempre que estoy en el panteón, saludando a mis abuelos, y la degustación visual de todas las fotografías posesión de mi tío donde en blanco y negro conozco y reconozco a quienes me han hecho ser lo que hoy soy.

Luego de esto volví a la realidad, visitando las tiendas de la gran capital y a toda mi extensa familia para quien amablemente serví de pretexto para armar tremendas comilonas de chalupas y hamburguesas deliciosamente preparadas... Mi siguiente parada volvería a ser otro lejano punto del Distrito Federal, y después, la ciudad de Cuernavaca. Este es uno de los lados de mi familia con los cuáles me identifico más, pues es ahí donde convivo con la única de mis primas quien, junto conmigo, formamos parte de la minoría (muy menor) de mujeres solteras y sin hijos... alborotamos las quinielas sobre quien saldrá primero, muy a nuestro pesar. Resignadamente hecha a la idea de que ahora a donde quiera que vaya tendré que toparme con niños, mi paso por la ciudad de la eterna primavera (que por cierto me recibió con bombo, platillo, truenos y una imparable lluvia) no estuvo exento de ello. Un niño acaparador de la televisión exigió de manera precisa que su tía Kittotta le pusiera “La era de hielo” en el dvd, cosa que en apariencia no podría significar gran esfuerzo, pero encontrar el botón indicado me costó un trabajo de los mil diablos y el nene, convertido ahora en el Chucky de carne y hueso, salió gritándole a su mamá acusando que su tía Kittotta “no sabía poner su película”... Mis ojos fueron balas que penetraron sus calcetincillos de Scooby Doo.

Por si no fuera poco, el fantasma de la varicela me persigue con esta familia: hace años contagié a mi primo 7 años mayor que yo; en la boda de la Chimbomba Valent un niño incubó el virus y lo contagió a diestra y siniestra y ahora que fui la pequeña Pame nos recibió con tremendas manchas en su pancita. ¡Santa Cachucha!. El susto sólo lo frenó una buena dosis de compras en la platería del centro, y así, con tremenda maletota en el brazo, partí hacia mis jarochas tierras. Por fin, la caravana termina y mis vacaciones también... vuelvo a la realidad tras una semana intensa, pero feliz, eso que ni que.

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