jueves, 7 de julio de 2005

Romántico retorno

Durante este mes de abstinencia verbal, mis muy queridos e incautos lectores, tuve el presentimiento de haber pasado por un torbellino de acontecimientos que, al no tener la oportunidad de compartirlo con ustedes, me remitió al sentimiento que seguramente tuvo el personaje central de la caricatura “Futurama” cuando un día por accidente cae en una congeladora que lo transporta mil años adelante de su presente, sin tener la más remota idea de todo lo que en ese tiempo se perdió. Así que ya se lo imaginarán: mi verborrea está más desatada que nunca, y dar con un tema que celebrara el retorno a este humilde refugio policromado resultó tarea complicada más no imposible, y así, uno de esos días de quehacer andando entre polvo nomás, hurgué en los cajones de mi vida y encontré pasajes que me resulta temerario abordar por tratarse de la paleta más basta en tonos y matices que cualquier pintor del alma pudiera manejar: el amor.

Si bien el lado cursi de quien escribe ha quedado de manifiesto en quizá el 90% de las columnas hasta ahora editadas, el amor es uno de esos temas a los que prefiero dar la vuelta, dejando mi libertad creativa a merced de la ironía y la burla al prójimo. Sin embargo hoy, con el verano flotando por los aires, recuerdo que mi breve currículum sentimental se ha dado por la influencia de la lluvia y el rico calor de estas épocas...

Mi primer concepto del amor cumplió con las expectativas que toda soñadora ochoañera pudiera tener: que el ser amado cayera redondito justo a sus pies. Y así, mi efímero romance de miradas profundas, largos suspiros y muy escasas palabras con un trigueño de ojos color miel floreció y se marchitó cuando, con mi entonada y potente interpretación del Himno Nacional, en plena clausura atestiguada por la multitud envuelta en uniformes rojos y zapatos de goma, un seco estruendo atrajo las miradas hacia mis pies... el príncipe de mi historieta de hadas cayó de boca víctima de un desmayo que lo hizo azotar cual res a punto de cocinar. ¡Los hombres perfectos también se enferman! Cruel desengaño. El asunto murió al cambiar de año, así de rápida fue la situación. Se deshojaba la margarita del amor cuando a mis 10 años tuve una nueva oportunidad de que mis nacientes hormonas debutaran en sociedad, y el castillito que se edificaba con mi vecino de banca escolar (ilustre representante de Cristóbal Colón en festivales otoñales) se ponía más firme que nunca. Ese 14 de febrero las palabras fueron y vinieron en tarjetas escolares, y cuando ya comenzaba a autocantarme la marcha nupcial ¡cuaz! ¡pum! ¡zaz! ¡Bati-cambios de ciudad! Y Kittotta se fue... El tercero en la lista seguramente se aprovechó de mi frágil estado emocional, de la romántica lluvia de cierta tarde de junio, de su sonrisa Colgate y sus ojos color miel y me atrapó cual bicho en telaraña dejándome el mejor recuerdo de un primer beso en plena graduación escolar; el cuarto, un Escorpión hecho y derecho, atlético y varonil pasó más tiempo del que yo hubiera querido en mi mente y corazón y sin embargo todos resultaron la feliz antesala de lo que ni las terapias ni las lecturas de cartas pudieron predecir: el punto común (un Escorpión, trigueño, de ojos color miel) de mi tránsito por los senderos que se bifurcan en el campo del amor. Ha casi 3 años de un experimento que se antoja todavía inacabable, todo aquello que encierra lo que a base de risas, pasión, entrega y emoción se ha edificado sigue siendo mi mejor razón para despertar, para respirar, para vivir mi hoy mejor que ayer...

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